V. Úrsula entre el bucle simple y los cuatro mortales carpados y medio hacia atrás
- afb
- 18 jul 2022
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Actualizado: 20 abr
—Me das asco —dijo Lele con la pertinente cara de asco (valga la «rebuznancia», que diría ella), ojos vueltos y sonrisa socarrona que la caracterizaba. El pobre interfecto al que le soltó la frasecita de marras hizo lo que todos solían hacer: batirse en retirada ante tan tajante afirmación, huyendo con cara de «yo sólo pasaba por aquí», «esta guerra no es la mía», «valiente gilipollas» o cualquier cosa por el estilo. La cuestión es que surtía efecto, sorprendentemente. Por más que Úrsula viviese el momento en un «ay».
—Cualquier día nos parten la cara, Lele —le dijo Úrsula poniéndose de soslayo en la barra, de cara a la puerta, donde les gustaba estar con el fin de controlar el acceso y la salida de cada bicho viviente que se atreviese a cruzarla. A ver, algo había que hacer. Las noches se repetían en un aburrido bucle infinito salpicado de acontecimientos poco o nada destacables. O algo peor.
—Venga ya, tía. Si, en realidad, es por su bien. Más vale una vez colorao que ciento amarillo.
—Lo que tú quieras, pero el próximo día vengo con armadura, que el guardaespaldas me sale muy caro y encima corro peligro de enamorarme de él. Y cantar una canción ñoña. Y sufrir al final con su muerte. Paso.
A pesar de estar en mitad de una carcajada, la última frase la soltó a cámara lenta, sintiendo resbalar las últimas letras en camino inverso desde la comisura de los labios, llenándole la boca, raspándole sin pudor la garganta y alojándose con una punzada dolorosa, finalmente, en el corazón. Tocando herida.
—¡Coño! Joder, Lele, mira quien acaba de entrar —soltó Úrsula, con el resto de aire que le quedaba en los pulmones cuando notó el impacto de la puñalada.
Esta agitó su melena rubia ceniza de bote, levemente verdoso por el cloro de la piscina, en la dirección correcta.
—Éramos pocos y parió la abuela —dijo más bien contenta, contrariando a sus palabras, con esa manía tan suya de cantar refranes para todo.
Era natural su alegría. Al fin y al cabo se conocían todos desde casi siempre. Habían salido en grupo mucho tiempo. Formaron parte de la misma hermandad. Y todo eso.
Jaime avanzaba despreocupado, con ese aire místico no buscado que le caracterizaba y le hacía tan sumamente irresistible a los ojos de Úrsula. Sin olvidar el resto de sus atributos físicos, claro: el pelo oscuro, rizado; los ojos, aún más oscuros, cuajados de largas pestañas; los labios carnosos; el porte erguido; la cadencia al andar, flotando sobre el suelo. Se habían conocido en el instituto, hacía ya unos diez años. La historia tenía su miga.
Diez años atrás (u once), unos días antes del comienzo del curso escolar, su futuro instituto organizaba una visita guiada por el centro para los nuevos alumnos. Ese día conoció a Lele a través del único contacto que tenía en el nuevo centro que, a su vez, conocía de carambola gracias a una de sus pocas amigas del colegio. Todos la llamaban Lele a excepción de sus padres, para los que sustituir un nombre griego clásico como Helena por ese apodo era poco menos que sacrilegio. Se cayeron bien inmediatamente. A pesar del tono extrañamente grave de su voz y aspecto desaliñado, Lele tenía un gracejo fuera de toda duda si sabías leer entre líneas. A muchos les resultaba borde y repelente; en general, la gente tiene las miras muy cortas. Lele vestía para la ocasión unas mallas negras tipo ciclista a media pantorrilla y una enorme sudadera azul marino con un nudo marinero blanco estampado en el pecho, el pelo suelto en una cascada de rizos y una actitud un tanto histriónica que animó un poco a Úrsula.
La visita fue breve, pero a Úrsula le bastó para saber que allí tampoco iba a encajar o, al menos, iba a costarle mucho. Abundaban polos y sudaderas de la dichosa marca del nudo marinero, combinados con vaqueros 501 tobilleros que dejaban ver calcetines de rombos verdes, azul marino y granate, dentro de los castellanos. Y, más aún, abundaba lo que muchos años después se denominaría “postureo”, pero que entonces no era más que hacerse el interesante como deporte. Ella nunca se había guiado por marcas ni mucho menos le iba el tema. Llevaba unos vaqueros que le sentaban bien sin tener ni idea de la marca que los había fabricado —no pensaba ponerse unos pantalones rasposos que estaban pensados para hombre y le sentaban como un tiro a su minúscula cintura, sólo porque tuviesen una etiqueta roja cosida al bolsillo trasero— y un polo rosa fucsia del cocodrilo, eso sí, porque eran los que quedaban más armados y tenían mejor tejido. Ni hablar de sudaderas tres tallas más grandes con un estampado marinero, si ella no tenía yate. Ni siquiera una barquita.
El recorrido por el enorme edificio —de imponente escalinata en la puerta principal— y el, igualmente enorme, complejo deportivo adyacente, lejos de impresionarla le provocó dolor de estómago instantáneo. Todas aquellas pistas de tierra, campos deportivos y vestuarios no auguraban nada bueno. Por lo demás las aulas eran espaciosas situadas a derecha e izquierda de un ancho pasillo central con el fin de orientarlas todas al exterior. Tenían grandes ventanales para aprovechar la luz natural y otros a media altura en la pared que daba al pasillo, por las que el jefe de estudios se asomaría, en sus interminables paseos de control, todos los días de los cuatro años que cursó estudios allí. En total, eran aproximadamente ciento sesenta nuevos alumnos repartidos en cuatro aulas de cuarenta. Algunos se conocían ya, por los hermanos de los amigos de sus hermanos o de verse en los famosos burgers que acostumbraban a rondar las tardes de los fines de semana, evento que a Úrsula siempre le pareció un soberano coñazo. Apuntaba maneras de usuaria de antros aun sin saberlo todavía, como era su costumbre. La proporción varón/hembra, a simple vista, le parecía de setenta a treinta. Lejos de apaciguar sus ánimos (que venían desbocados de casa manteniendo la eterna pelea entre la timidez y la curiosidad de sus tripas), y servir de primera toma de contacto fraternal, los estudiantes caían fulminados por las primeras impresiones. Y primera impresión sólo hay una.
Los primeros días de clase no hicieron más que confirmar la suya. No llevaban uniforme de tablitas como en su anterior colegio, pero todo el mundo iba uniformado. A Úrsula le gustaba estar al día en cuanto a moda, como a su madre, pero nunca se consideró borrega. Si algo no le gustaba: no le gustaba. Si no le sentaba bien a su figura, le gustaba menos aún. Vestía prendas eclécticas, con un estilo propio recién descubierto que, a veces, rayaba la extravagancia. Usaba complementos de su cosecha, como cuando le dio por llevar un reloj de pulsera en el tobillo. No pensaba claudicar. Y eso no estaba bien visto en aquel ambiente. En absoluto. Destacar por algo, si no eras de su manada, se consideraba una salida del tiesto: una rara que no merecía la pena tener en cuenta más que para demostrarle su indiferencia unos, o su desprecio otros. Si, además, no descendías de una familia de rancio abolengo o bien te habías movido por sus círculos con alguien que te hiciera de padrino, los puntos descendían al negativo. Como la familia de Úrsula podía calificarse como de “nuevos ricos”, escándalo matrimonial mediante, —y tampoco eran tan asquerosamente ricos como para que mereciese la pena tragarse los escrúpulos— necesitaba padrinos. Y sus madrinas también pasaban desapercibidas.
A Úrsula la consideraban, con suerte, rara. Incluso ella tenía ese concepto de sí misma. No era alta ni baja ni guapa ni fea. Estaba muy delgada. Aún no había desarrollado formas femeninas ni florecido como llegó a florecer: desgarbada, pelo de un rubio muy claro pero sin gracia, piel aceitunada, unos ojos que daban miedo cuando el amarillo gatuno hacía aparición, brackets y tímida en exceso. Era inteligente (aunque no lo creyó así hasta muchísimo después), ingeniosa, con un gran sentido del humor y, sobre todo, de muy buen corazón. Tan introvertida e insegura que necesitaba mucho tiempo para mostrar sus habilidades a los demás. Mucho más tiempo del que un adolescente está dispuesto a malgastar. El que la llegaba a conocer acababa calificándola como “una tía de puta madre”, pero para cuando eso llegaba a pasar habían pasado meses, si es que habían aguantado tanto.
Fueron unos años duros. De profundos cambios. El talante heredado de su padre putativo no le permitía rendirse y empezó a desarrollar un instinto de supervivencia que la animaba a saltar los obstáculos más altos aún en contra de su carácter introvertido. Le daba miedo todo, y no le daba miedo nada. De algo tenían que servir todas aquellas heroínas de su infancia a las que conoció a través del empeño que puso su madre en que la literatura y el cine le corrieran por las venas desde que era un mico. Si tenía que ser una Escarlata, lo sería. Aunque no le acompañasen la belleza ni la picardía. Al menos por aquel entonces. Con lo que no contaba era con que todas esas mujeres fuertes, valientes, resilientes y duras de mollera lo que solían vivir era un infierno romántico paralelo del que no te librabas ni con agua caliente y un estropajo. Y que su listón de logros, victorias tras la batalla y finales felices estaría, por siempre, demasiado alto.
A mediados del último año, Úrsula había conseguido superar gran parte de su timidez a base de cojones. Le daba una vergüenza espantosa pedir algo en la barra de un bar, pero se ofrecía a pedir por todas. Se subía a bailar la primera donde fuese menester, hacía las preguntas pertinentes a la entrada o la salida de los garitos y no salía corriendo si un chico se le presentaba… aunque no aceptaba invitaciones de ninguna clase. Teniendo en cuenta la época en la que se cruzaba de acera si en la que transitaba había un grupo de chicos, progresaba adecuadamente. Fue entonces cuando conoció a Jaime. O habló con él por primera vez. Úrsula no creía en las casualidades; creía en las bromas del destino al que consideraba un hijo de la grandísima puta o un primo con mala leche de Murphy.
Tenía un recuerdo muy vívido de cuando aún llevaba su uniforme de tablitas azules y era hija única por poco. Se veía a si misma viendo un videoclip que la dejó fascinada en uno de esos programas musicales que emitían los sábados por la mañana: un hombre joven -con la mirada limpia, tan magnético en sus ademanes que traspasaba la pantalla, el pelo largo recogido en una coleta, chaqueta negra y pendientes de aro-, cantaba mientras caminaba junto a un excéntrico guitarrista —que le recordaba al Melquíades de Gabo— con la pelambrera suelta bajo un sombrero incalificable y un chaleco tan anacrónico como el del gitano (al que sólo le faltaba el musgo) por las calles de una ciudad atiborrada de luces de neón. La canción sonaba pegajosa mientras ella observaba con la boca abierta, atrapada por una voz que no pudo olvidar durante días. Aquella fascinación cayó en el olvido hasta que Jaime llegó a su vida y un single salió al mercado, ambas cosas a la vez. Él apareció en el rellano que unía las cuatro aulas de su curso luciendo una camiseta estampada con el careto de ambos personajes. La, otrora, fascinación infantil se convirtió en una nueva religión para Úrsula.
Ese fue el nexo que facilitó una primera conversación. Fuera de lo que se pudiese pensar, ninguna idea romántica pasaba por la mente de Úrsula. Sólo fue un chispazo de empatía en un mundo anodino de conveniencias sociales que ya le iban resultando imposibles de soportar. Se hicieron amigos: salían en pandilla, compartían el recreo, se hacían confidencias. Todo de lo más amistoso y sencillo.
—¡Hombre, Úrsula!. Joder, cuanto tiempo. ¡Qué inesperada coincidencia!. Pues tenía ganas de verte y no sabía cómo contactar contigo —le dijo un sonriente Jaime que no había perdido un ápice de su atractivo. Al revés. Estaba más "hecho", como diría la abuela Lola.
—¡Hey! —le dijo Úrsula lanzándose a rodearlo entre sus brazos en un abrazo apretado, con todas sus ganas, recobrando su compostura de reina del mambo habitual. A Jaime se le notó la estupefacción en el rostro. Realmente no era un gesto muy de la Úrsula que él conocía.
—¡Joder, que guapa estás! —le espetó con los ojos brillantes, separándose un poco para admirarla de arriba abajo.
—Graaacias —se limitó a decir ella, melosa, entornando los ojos y batiendo su, ahora, melena leonina de reflejos dorados, brillantes como el sol, desplegando un olor dulzón que confundía.
Se había puesto ese día una sencilla camiseta negra de licra de tirantes spaghetti, tan embutida que no dejaba lugar a la imaginación, sin sujetador según su costumbre. La llevaba metida por dentro de una falda a la rodilla de satén gris perla, con una abertura lateral que le llegaba casi a la cadera, rematando el conjunto con unas sandalias de tiras negras y tacón de doce. Tenía la piel tersa y bronceada y los ojos de aquel raro verde claro-amarillento del que se coloreaban en verano. Olía dulce y se sentía dulce. Efecto del vodka que había soltado en la barra.
A Jaime le acompañaba ese día un amigo desconocido que tuvo la buena fortuna de no llevarse un improperio de Lele. Úrsula la observó tocándose el sujetador bajo un foco de la barra. La operación atrapa-desconocidos había empezado para ella. Sonrió para sí.
—Béceme —dijo Jaime, guiñando un ojo.
Úrsula perdió la compostura por un momento. Ni por asomo pensó que se acordaría de aquella antigua broma. Era una tontería, pero la dejó descolocada. Hacía ya muchos años de aquello.
A primeros de abril de su último año en el instituto partió con la mayoría de alumnos de su promoción rumbo a Mallorca como viaje de fin de ciclo. Los días los pasaron de excursión en excursión y las noches de farra en farra. Los ratos libres entre una cosa y otra, mientras había luz, Úrsula los pasaba en la sala de juegos del hotel con Jaime, Lele y un grupo variopinto de compañeros de aquí y allá. En realidad, les hacía compañía mientras ellos jugaban porque ella se sentía ridícula con un taco de billar o una pala de ping-pong en la mano. También pasaba el rato como espectadora de prestado mientras jugaban a las cartas en algún bar junto al hotel, porque Jaime se codeaba con parte de la jet set escolar y Úrsula se sentía rara e incluso incómoda con gente naturalmente extrovertida. Las noches las pasaban sí o sí en las discotecas de moda de la zona —cada noche una distinta, ya pactada, a las que los llevaban en autobús como un rebaño bien avenido— a pesar de tener un toque de queda infantil y la supervisión de varios monitores que hacían soberanos esfuerzos por estar a la altura sin conseguirlo.
Se tomó el viaje como un reto personal. La timidez no iba a poder con sus ganas de bailar, pasárselo bien y disfrutar. Sus amigas ligaron todas las noches con alemanes —o nacionales, lo mismo daba— que estaban allí haciendo lo mismo, obviamente. A ella le gustaba gustar, pero era dura de pelar. Nunca había considerado imprescindible ligar sólo porque sí. Las dos veces que entabló conversación con algún chico a su vera alguna de esas noches fue interrumpida por sus colegas masculinos. En ambos casos —noches distintas, distintas discotecas— estaba subida a uno de aquellos enormes amplificadores, charlando lo que se podía por encima del ruido o bailando, sin más, con el chico de turno que hubiese decidido intentarlo. Hasta entonces, Úrsula sólo había tenido una relación que pudiera considerarse un noviazgo. Un único chico al que había besado (mucho y bien, eso sí) que le duró algo más de lo que dura un telediario. En cuanto la relación tomaba visos de ponerse seria, Úrsula salía por peteneras. Quizá porque siempre se dejaba llevar. Chicos a los que gustaba, no que le gustaban. Según su mala costumbre.
En un momento de la conversación con aquel cualquiera, miró hacia abajo y descubrió a Antonio (su antiguo compañero de pupitre, por el que había sorbido los vientos) buscando su mirada colocado justo frente a ella; le hizo un leve gesto con la cabeza que decía sin palabras “baja”. Acto seguido, alzó los brazos para ayudarla. Fue un momento un tanto raro —ese gesto de protección la pilló por sorpresa—, pero no se lo pensó. Quizá se estaba poniendo demasiado en evidencia. Se dejó coger por la cintura y bajó de un salto. Llevaba unos shorts de ante granate que se remangaron al límite en la maniobra.
—Así mejor —le dijo él, una vez en el suelo. Pero se dio la vuelta y se fue dejándola allí pasmada mientras se pegaba tirones de los shorts.
Decidió buscar a sus amigas entre el gentío. En ese momento sonaba I promise myself, canción que era un nexo de unión para las supervivientes de aquellos años. Conseguía que se buscasen por los rincones de los baretos que moraban para reunirse y abrazarse. Esa canción funcionaba como embudo, concentrando los avatares de toda una época de cambios juntas. Época que llegaba a su fin. Cuando llegó a la barra, Úrsula estaba llorando. Un minuto después, aún con los ojos llorosos, se estaba pidiendo una copa acodada en la barra cuando se le acercó una amiga de Jaime; de esas de la jet.
—Es por Jaime, ¿verdad? —le dijo mientras se apoyaba de espaldas a la barra, a su lado, como si tuviesen confianza para hacerse confidencias.
—No, para nada —respondió Úrsula con la sorpresa dibujada en el rostro —hay cosas mucho más importantes que un tío —siguió diciendo mientras se giraba para buscar protección en Lele.
La chica, con las mismas que había llegado, se fue convencida a medias. Poco le importaba lo que pensase, la verdad. Úrsula nunca había pensado en Jaime en ese sentido. Pero aquel comentario le volteó el corazón dejándola sin respiración, levantando las consabidas náuseas posteriores. Estuvo toda la noche dándole vueltas a la preguntita. ¿Jaime le gustaba? Sí, claro. Era atractivo, le caía muy bien, inteligente, divertido, cariñoso con ella… Él nunca había demostrado especial predilección por ella. ¿Acaso ella daba la impresión de estar loca por él? Eran amigos y punto.
A partir de entonces se puso en alerta. Vigilaba cada movimiento buscando respuestas. No tenía claro si su reacción fue natural o fruto del comentario desafortunado de una chica que apenas la conocía —en un momento igual de desafortunado, por motivos de diversa índole, de sus diecisiete años—, pero se obsesionó con Jaime. Y mucho.
Al día siguiente, Jaime le hizo una broma subiendo la escalinata de entrada de la siguiente discoteca de la lista.
—Béceme. –le dijo, haciendo un juego de palabras con el nombre de la disco, mientras le ofrecía la mejilla. Úrsula estaba confundida desde la noche anterior y no lo hizo, limitándose a darle una palmada en el hombro para celebrar el chiste. Quizá un día antes se lo hubiese dado con total naturalidad.
Una hora después estaba bailando sobre un ampli un poco más alto de lo habitual, charlando con un chico extremeño (esa maldita memoria que registraba todos los detalles) ataviada con su famoso vestido rojo sangre cuando se repitió la escena del día anterior, pero con distinto protagonista. Al mirar hacia abajo vio a Jaime, con su característico cigarrillo colgando por un lateral del labio inferior y su camiseta negra de algún grupo musical, alzando los brazos para bajarla. Se dejó coger.
—Aquí a mi lado —le dijo al oído para hacerse oír por encima de la música.
Sintió la misma sorpresa y desconcierto del día anterior. No supo que pensar; habían sido dos gestos de familiaridad estrecha en tan solo una hora. Le obedeció sólo un rato, porque después de aquel gesto… la obvió. Se dedicó a hablar con la chica que le hizo la dichosa preguntita, a la que acabó besando delante de ella. Estaba tan confundida y enfadada que echaba tanto humo por la cabeza como una locomotora vieja. Ya no sabía si sus amigos eran extremadamente protectores, si querían ahorrarle lo que ellos consideraban un bochorno o eran como el perro del hortelano. El exceso de fraternidad del momento le molestó mucho. Un nuevo sentimiento de rabia ciega, desconocido hasta entonces, la invadió. Estaban en la discoteca más grande que había visto nunca, con techos altísimos, pantallas gigantes y enormes ventanales que miraban al puerto. Se abrió paso a codazos entre la multitud que se empujaba con fervor bailando estilo grunge al son de Nirvana, hasta que llegó a la base de la plataforma de los gogós, de descanso en ese momento. Enfiló la escalerilla de mano que tenía más cerca. Le daban pánico las alturas pero en ese momento nada le importaba. Se encaramó. Y ya no recordaba nada más.
Entre los exámenes finales y demás paranoias de final de curso y ciclo, apenas vio a Jaime hasta la fiesta de la imposición de la Beca. Para colmo de males, la selectividad y elección de carrera estaban a la vuelta de la esquina, tema que no sabía como enfocar. Se estaba resignando, a su pesar, a la idea de hacer Empresariales y trabajar en un banco o algo así, como la mayoría de los alumnos de su opción. Se despidieron con cariño y quedaron en llamarse.
Ese verano se lo pasó obsesionada con el nuevo álbum de los señores del viodeoclip de marras, que sonaba en su walkman día y noche. Le gustaba martirizarse con el recuerdo de Jaime, capricho que había crecido con su ausencia; como siempre pasa. No había vuelto a verlo desde la fiesta de la Beca, cerrando la ceremonia cantando voz en grito, con aire marcial, el himno de la institución; aquel que cantarían todos como cierre de cenas y saraos, en cuanto se reunían dos o tres ex alumnos un tanto perjudicados. Quemando la cinta, se sentía identificada con las letras de las canciones, atrapada por las melodías; como le ocurriría siempre con las canciones de la banda, en las que se refugiaría en los momentos duros y en los felices, indistintamente. Le bastaba con escuchar los primeros acordes de una de sus canciones para volver a un momento concreto de su vida con claridad y viveza, reviviendo los mismos sentimientos de entonces. Después, los primeros días de universidad se fueron lentos y caóticos, llorando al evocar recuerdos de aquel viaje —no sabía muy bien porqué—, acurrucada en la cama superior de una cochambrosa litera de madera maltratada por decenas de inquilinos. Recibió un par de cartas de Jaime aquel año y no volvió a saber nada de él.
Hasta ese día.
—Béceme —repitió.
Úrsula ya no era la chica tímida del instituto. Le zampó un pico en toda la boca, con fruición y un pequeño mordisquito, presionando su cuerpo contra el de él. Algo había aprendido en los últimos seis años.
—Joder. Bien —susurró, falto de palabras y aliento. Pareció querer desviar la atención —¿Qué quieres tomar?.
—Vodka con 7up y limón exprimido, por favor.
Úrsula se dio la vuelta para hablar con Lele y presentarse al acompañante, pero sentía los ojos de Jaime clavados en su espalda.
—Antes no tenías ese culo —le dijo en tono fraternal al oído mientras la pasaba la copa con una sonrisa mitad maliciosa, mitad amistosa.
—Puede que sí. Quizá, simplemente, no te habías fijado.
—Me fijé. No lo tenías.
Bueno, a Úrsula esos comentarios le hacían gracia. Para que se iba a ofender. Ni a congraciarse. Al final, todo se reducía a lo mismo, fuese quien fuese. Tenía un culo bonito; ya lo sabía, pero gracias.
La mano de Jaime se empezó a deslizar por su cintura con mucha facilidad y a menudo según avanzaban la noche y el vodka. Le contó por encima que había tenido novia hasta hacía muy poco, que andaba deambulando por la vida sin rumbo, que le quedaba poco para terminar su difícil carrera. Hablaron mucho de música por encima de la música. Del antes. Muy poco del después. Cada vez más al oído, cada vez la atraía más hacia él por la cintura hasta que estuvieron tan cerca que ya no pasaba el aire entre ellos. Úrsula se vio a sí misma llorando en la litera por una fracción de segundo y un dolor ciego volvió a sus tripas. Lo descargó en un beso rabioso, mordiéndole los labios, enredando su lengua con la de él, mientras le hacía sentir sus ganas en el vientre.
Acabaron tomándose la última (figuradamente, como siempre) en casa de los padres de él. Estaban fuera. El céntrico piso era enorme y caótico, tabicado a diestro y siniestro. Lo suyo era perderse de camino al baño, aunque esta vez sin consecuencias. Entró a un par de habitaciones vacías hasta que dio con un Jaime tirado en una cama de noventa sobre una colcha de cuadros escoceses con un pie tocando el suelo y la mano contraria en la pared, señal inequívoca de que el alcohol lo tenía montado en una montaña rusa. Se tumbó sobre él y lo besó. Él olvidó el carrusel y le dio la vuelta con rapidez para ponerse sobre ella. La desnudó despacio y le besó cada rincón del cuerpo. Úrsula le quitó la camiseta en un gesto que había medido mil veces en sus noches de insomnio, cuando todo aquello le parecía imposible. Pensó brevemente en el caballero bajito de la brillante moto con el que tuvo una muy breve historia al final. Los amores platónicos suelen decepcionar cuando dejan de serlo. Tenía el torso tenso y los músculos definidos, el abdomen firme, los muslos prietos bajo los pantalones vaqueros de botones que desabrochó despacio uno una uno provocando suspiros tensos en cada movimiento. Él buscó a tientas un condón en la mesilla de noche. Intentó ponérselo sin éxito. Todo estaba muy tenso, menos lo que debía estarlo. Nada funcionó para solventar la situación. En eso, en realidad, Úrsula no tenía mucha práctica.
—Perdona, Úrsula, lo que estoy haciendo contigo no tiene nombre —le dijo apenas sin resuello.
A Úrsula le pareció un comentario fuera de lugar. No estaba pasando nada que ella no quisiera o hubiese buscado y él tenía un cebollón de mil demonios encima. Si no se empalmaba, pues vale. No se paró a pensar en segundas intenciones. Se tumbó a su lado como pudo en la estrechez de la cama y vio sus pupilas casi amarillas por la adrenalina reflejadas en los ojos negros de Jaime.
-—No pasa nada.
—Mañana hablamos y vamos al cine o algo, ¿vale?
No tenía claro si era un premio de consolación que no había pedido.
—Vale. Me voy que es muy tarde. ¿Me pides un taxi? O dime dónde está el teléfono y me lo pido.
—No no, voy yo —se ofreció mientras se ponía una bata sobre el cuerpo desnudo, de nuevo de cuadros escoceses (detalle que le pareció chocante). Se despidió de ella en la puerta con un beso y el ademán contrito de un niño que ha hecho algo mal que a Úrsula le hizo gracia.
Volvió a su casa sin saber muy bien cómo sentirse.
Ya lo pensaría...mañana.
Al día siguiente recibió la esperada llamada. Quedaron, fueron al cine, se sobaron bastante. Se vieron un par de días más, hasta que un día, inesperadamente y sin haber llegado a consumar, desapareció sin despedirse ni dejar rastro. Esa falta de amistad y confianza por parte de quien consideraba un amigo le sentó como una patada bien dada en el estómago y sumó una cicatriz más a su recién inaugurado corazón que ya andaba pelín maltrecho con tan poco uso real. Le escribió una furiosa carta, a la antigua dirección del colegio mayor que guardaba en la agenda, de la que nunca recibió respuesta ni supo nunca si llegó a recibir. Unos meses después Lele le vino con el cuento de que había vuelto con su ex poco después de irse.
—Joder con los amigos y los amores platónicos. Menos mal que le queda una oportunidad de tres. Aunque quizá no debería tenerla.
—Me das asco.
—Ya estamos otra vez —dijo Úrsula mientras desinfectaba la herida con vodka y notas musicales. —Menudo bucle. Bucle o salto mortal, esa es la cuestión.
Su fina intuición le decía que el bucle se iba a parar bruscamente.
Y que le tocaba dar uno de los saltos más difíciles.
©Ana M. Fernández Barbero, 18 de julio de 2022.


Esta chica, Úrsula,se está convirtiendo indispensable en mis ratos de lectura. Por favor, continúa haciéndolos agradables y divertidos.❣️
Úrsula, personaje sólido. Hay mimbres para hacer el canasto. No lo dejes