II. Úrsula apuesta al rojo.
- afb
- 11 oct 2021
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Actualizado: 20 abr
Úrsula Corgan había pulsado finalmente el botón de mandarlo todo al carajo. Un sólo día sola le había bastado. Aún no lo sabía, aunque su fina intuición había activado el sensor de alarma, pero sería la decisión más importante de su vida. Había sido una dura batalla entre el corazón y la cabeza en la que decidió dejar ganar al rojo.
Estaba cansada. Muy cansada.
Cansada del cansancio de estar cansada. Esa maldita sensación de ingratitud.
Pensó, la mañana siguiente a aquel domingo revoltoso, mientras caminaba con su paso marcial habitual –rápido y resuelto- por las estiradas calles estrechas del centro, serpenteantes y otrora alegres de esa ciudad ahora extraña y mustia para ella, en todo lo que la había llevado hasta aquel momento. De pronto, una ráfaga de viento frío despeinó los naranjos. Y entonces, igual de repentinamente, añoró tanto las calles de su infancia que se le hizo un nudo en el esófago que le iba a costar tragar. El frío húmedo le caló los huesos a pesar de estar parapetada tras su sombrerito estilo años veinte de lana marrón -a juego con el abrigo de paño grueso con cuello de pelo- y la larguísima bufanda roja enrollada en tres vueltas para taparse las orejas que le había tejido su, hasta entonces, suegra. Se despidió aquel mismo día del trabajo con motivos peregrinos que, aunque ciertos, no dejaban de ser secundarios para ella. No se veía capaz de vivir en una ciudad ajena cuajada de malos recuerdos recientes. En ese momento infame su carrera, esa que empezó defendiendo de sus padres -que no querían perderla de vista tan pronto- con los dientes apretados y un machete en la mano, le importaba una mierda. En cada calle, en cada tienda, en cada rincón, la asaltaba un recuerdo fantasma. En la siguiente calle, en la siguiente esquina, había un recuerdo distinto: dulce o salado; lo mismo daba. No podía soportarlo.
Quince eternos días después, su reloj de pulsera de cuero y oro amarillo (de cadete, cosas de su padre), marcaba las doce de la noche. La última noche que pasaría en compañía de la rata roedora de cables. Cogió la escoba para barrer los papeles que inundaban el suelo, desechados en las labores de mudanza. Tampoco eran tantos; su parte cáncer se resistía a tirar nada que tuviese el más mínimo olor a recuerdo. Había llenado una caja de zapatos con cosas inverosímiles: desde tickets de conciertos a la cajita del primer condón que usó. Úrsula aún no tenía ni idea de lo que significaba el desapego. Guardaba y lloraba, en un bucle infinito que le marcó durante unos días las mejillas con surcos de tristeza. Empezó a barrer e inmediatamente le vino a la cabeza su abuela Lola y una de sus supersticiones: «nunca barras de noche, barrerás la suerte».
-Lo siento, abuela -musitó agitando la escoba aún con más brío.
Úrsula ostentaba el pintoresco nombre de «Úrsula Corgan del Río», aunque ella se sentía mucho más «del Río» que otra cosa. En todo caso, mucho más «del Río-García». Era una simbiosis imperfecta americano-andaluza en apariencia, con una dosis muy alta de carácter materno filial «del Río». Pero tenía muchísimo más de la influencia que ejercía su padrastro «García» desde que apenas cumpliera un año. A todos los efectos, Ángel era su padre para ella. En todo caso, la abuela Lola había sido en gran parte su eje vital en la infancia y, salvando muchísimo las distancias, el fondo era el mismo.
Lola, criada en las en las encorsetadas y moralistas normas de su época, sólo se rebeló contra las tradiciones una vez. Tuvo dos hijos: varón y hembra. Como no quería ponerle a su hija su propio nombre porque sentenciaba, con esa forma de sentenciar tan suya que «Dolores era un nombre con el que se sufría mucho» y ya era mayor (para la época) cuando parió a su hija, se encomendó a los santos patronos de su ciudad y les prometió que si su vástago nacía sano llevaría uno de sus nombres. Rezó todo lo que pudo y más para dar a luz una niña, como era su deseo, porque el de su marido «Teodosio» se le antojaba feo y antiguo a pesar de su digno significado y en su día tragó con el pequeño Teo, pero no le llegaba a la suela del zapato al del patrón: Acisclo. Nació niña y sana, gracias a la patrona (supuestamente), así que la niña se llamó Victoria. Nunca se supo si la promesa fue real o una artimaña de la abuela para salirse con la suya. Aparte de esta pequeña rebeldía, la abuela Lola era terriblemente tradicional. Sólo tenía dos supersticiones, a diferencia de la mayoría de sus coetáneos criados en el mismo ambiente. Supersticiones que Úrsula recordaría casi a diario en su vida cotidiana: nunca, jamás, tirar la sal; y nunca, jamás, barrer de noche. Solía decir que se pudría la cartera y se barría la suerte, respectivamente. No hacía aspavientos exagerados, ni tenía un método infalible y chiflado para evitar la huida del destino favorable; como si mover los brazos como aspa de molino o girar tres veces sobre sí misma, a la pata coja, mientras se sujeta el salero con la mano izquierda mirando al norte… fuese a evitar un desatino. Simplemente tenía mucho cuidado en no hacer ninguna de las dos cosas, y no quería que nadie las hiciese delante de ella.
Por eso, mientras barría los desperdicios de su vida en aquel apartamento anacrónico, no podía dejar de pensar en la abuela Lola y prever que mil años de mala suerte la estaban esperando a la vuelta de la esquina. La veía con su expresión de disgusto, esa que tan a menudo ponía en los últimos tiempos, con el pelo inmaculadamente blanco y la cara surcada de millones de arrugas que el tiempo, y el trabajo duro, habían dejado marcadas sin piedad en su finísima y blanca piel. Olía fresco a pesar de la vejez. Llevaba el pelo blanco impoluto, peinado y cuidado semanalmente por las alumnas de la academia de peluquería que había debajo de su casa; solución económica y práctica que le daba alas a su incorregible pulcritud. La ropa perfectamente limpia y planchada. El porte erguido, aun bajo el peso de los años y las penas.
Lola era una mujer con mala salud de hierro, y muy buena leche, a la que su exótica nieta recordaba tarareando coplas mientras cocinaba delicias tradicionales en su modesta cocina de muebles de Formica gris claro tan inmaculadamente limpios como ella, mirando al infinito por la ventana sobre el fregadero -desde la cual sólo se veía una pared de ladrillo visto- con una sonrisa en los labios. Cocinaba como debería cocinar una diosa. Siempre servicial, estuvo encantada de transmitir a su yerno parte de su sabiduría: él aprendió a cocinar arroces de escándalo con los que agasajar a sus amigos cazandangas tras una partida de caza o a la familia que los visitaba los aburridos domingos de lluvia, siempre con el trapo de cocina colgando del cinturón, la gorra de paño puesta y la sempiterna colilla de puro habano en la comisura de los labios. Lola masticaba granos enteros de café -que llevaba escondidos en el bolsillo de su bata de andar por casa-, cosa que tenía terminantemente prohibida por su matasanos de cabecera (elevado por ella al rango de semidios) a causa de sus míticos nervios. A todos los dioses se les falta el respeto alguna vez. Discutía con el buenazo del abuelo al que tildaba de sojoioporculo, con todo el amor del mundo, durante casi setenta años de convivencia. Pedía colorete o perfume a sus nietas, porque era la persona más limpia, coqueta y presumida que había conocido -y conocería-, aun cuando contaba ya más de ochenta muy trabajados y sufridos años. Maduraba ideas y deseos abstractos hasta convertirlos en realidad. Recién casada, se enamoró de la cabellera pelirroja, brillante y ondulada a lo Rita, de una mujer que pasaba todas las mañanas por su casa a la misma hora, mientras barría el trozo de acera que le correspondía a la sombra de los naranjos centenarios de la calle. Paraba un momento la escoba que agitaba con brío, como todas las cosas que hacía, para detenerse a mirarla de reojo cuando ya había pasado a su altura. Le parecía tan bonita aquella melena, que deseó con todas sus fuerzas que sus hijos tuviesen ese cabello. Los retoños del matrimonio nacieron con el pelo rojizo, contra todo pronóstico genético, si bien se les fue oscureciendo con la edad. Si ella creía que era momento de resfriarse, los estornudos llamaban a su puerta. Y así, en todas las facetas, la tozudez y determinación marcaban el ritmo de su vida y la de todos los que la rodeaban; para bien y para mal. Cuidó de su marido, se valió por sí misma y azuzó a todos hasta su muerte. El mundo se quedó un poco más huérfano, hambriento y sucio cuando se fue un fatídico día de invierno bajo un espeso manto disfrazado de lluvia torrencial; como si los elementos también sintieran la pena de su marcha.
Al sentir a la abuela Lola desaprobando su aterradora conducta con la escoba a deshoras, Úrsula siempre se transportaba al mismo lugar, que no era otro que la finca rústica que su padrastro tenía a veinte kilómetros del pueblo más cercano -a la sazón pequeño e insignificante-, cuyo único mérito era ser el lugar de nacimiento del abuelo Teo, de puritica casualidad. Se llegaba a la finca en aquellos tiempos por una carretera sinuosa –con categoría de carretera nacional por los pelos-, que recorrían cada viernes o sábado a la ida y cada domingo a la vuelta, con el estómago en la boca. Fiestas de guardar, vacaciones o cualquier día no laborable que Ángel pudiese aprovechar para dedicarse a lo que realmente le gustaba: cazar, montar a caballo, pasear y trapichear en el campo con siembras y animales. Los abuelos maternos los acompañaban prácticamente siempre. Pasado el pueblo, abandonaban la mal llamada carretera nacional y se adentraban en la comarcal que unía los pueblos de la zona, aún más sinuosa y estrecha que la anterior y, para colmo de males, sin señalizar. Un poquito antes de llegar a la curva del repecho más alto, famoso por su fuente de aguas heladas al servicio de aquel que pasara por allí con necesidad, el abuelo decía sin excepción:
-Esos olivos los planté con mi padre -con orgullo y melancolía en su voz de barítono.
Entre otras habilidades, Teo tenía fama de destripajuguetes. Destripaba muñecos, transistores o cualquier cacharro mecánico a su alcance, que conseguía volver a montar y que funcionaba, milagrosamente, con unas cuantas piezas de menos. Era pavoroso para Úrsula ir de visita a casa de los abuelos y ver las cabezas de las muñecas separadas de los cuerpos -la mayoría con la boquita o los ojos descoloridos, borrados por el uso, y el cabello enredado en nudos imposibles-, encima de la mesa plegable del saloncito amueblado con sillones tapizados de un verde mustio que el abuelo usaba sólo para tal actividad. El resto del tiempo se sentaban cada uno en una mecedora, colocadas junto a una mesa sesentera redonda de patas altas que a Úrsula siempre le recordó a una araña con cofia porque la abuela era un hacha del crochet y colocaba pañitos por doquier: había pañito con cordoncillo ajustable en la boca ancha del botijo de barro blanco, para evitar que los insectos se colaran en el agua fresca; había pañito en todos los brazos y reposacabezas de sillones y mecedoras, para evitar que el sudor manchase las tapicerías; había pañitos en las mesillas de noche, para evitar el polvo. Como adorno de centros de mesa, bajo el cristal, donde también se colocaban estampitas de santos, almanaques de cartera y cupones “de los ciegos”. Incluso una colcha de verano, que recordaba a un puzle, de cuadrados tejidos con hilo de distintos colores unidos entre sí. En realidad, como más recordaba al abuelo era leyendo sentado bajo el gran eucalipto del viejo cortijillo en un destartalado sillón de mimbre repintado de azul cielo cuyos desconchones dejaban al aire infinidad de colores testigos de tiempos mejores. Leía novelillas de hojas amarillentas, polvorientas, apolilladas –casi todas historias de indios y vaqueros del antiguo oeste americano, que intercambiaba en los quioscos de prensa por otras igual de sobadas-, que luego dejaba que Úrsula leyese a escondidas a pesar de no ser lectura recomendable para una niña de siete u ocho años. Así creó ella el hábito de la lectura, en aquellas historias de machos rescatadores de señoritas en apuros.
Teo, como resultado de sus costumbres de viejo combatiente, solía mezclar, en uno de aquellos inolvidables platos de cristal transparente de bordes ondulados (en el mejor de los casos; ocres en el peor), lo que hubiese de primero y segundo. Úrsula reaccionaba arrugando la nariz con asco.
-Abuelo, eso no puede estar bueno de ninguna manera.
-El estómago qué sabe.
-Pero el paladar, sí.
-Tú no has pasado hambre -sentenciaba, mirándola de reojo, mientras se llevaba a la boca el cubierto cargado de viandas.
El único mejunje del abuelo que a Úrsula le gustaba era el gazpacho con patatas fritas. En honor a la verdad no lo había inventado él: era una costumbre de su pueblo. Una buena fuente de patatas cortadas en rodajas recién fritas, aún calientes, junto a un buen cuenco de gazpacho muy frío bien podría ser su menú diario de verano. La gente la miraba con cara de estupor al recomendar el maridaje. Ella no entendía qué diferencia había con la tortilla de patatas bañada en salmorejo, mucho más común. Prefería así mil veces el gazpacho que con su simplona guarnición clásica de pepino, cebolla, tomate y pimiento verde. Ni punto de comparación, que diría la abuela Lola.
En los trayectos en coche Úrsula se tendía en el asiento trasero entre los dos, con la cabeza en el regazo de la abuela y los pies en las piernas del abuelo. Desde su posición, lo observaba fumar los cigarrillos “Rex” que solía llevar en el bolsillo de la camisa, con el codo izquierdo apoyado en la ventanilla abierta, mientras la torturaba haciéndole cosquillas en las rodillas con la mano derecha. El viaje era infernal en los primeros años, pero lo salpicaban de anécdotas en lugares señalados para hacérselo más ameno hasta que creció lo suficiente para no quejarse cada cinco minutos.
-Recuérdame, abuelo. ¿Qué pasó aquí en la guerra?
-Ah, Úrsula, mira, ese es el castillo de Mano de Hierro.
-Mira, abuela, la casa de la bruja.
El abuelo Teo fue muy buen mozo, y de bueno -como no se cansaba de recordarle su mujer-, llegaba a ser tonto. Alto para su época, tuvo en su juventud el cabello espeso, negro, ensortijado. Cabello que nunca llegó a cambiar la espesura ni los rizos; sólo cambió a gris. Bonitas facciones y una silueta armoniosa completaban el conjunto. Descendía de una familia bien situada en el pueblo, venida a menos por la guerra como muchas otras, famosa entre los vecinos por la buena salud y la longevidad de sus miembros. Durante la guerra civil hizo de chófer para un médico de guerra, con el que, una vez acabada la contienda, trabajó más de una década. Lo mejor que le pudo pasar en esa casa fue conocer a Lola: alta, esbelta, de huesos ágiles y mirada profunda. Ambos eran atractivos, muy distinguidos. Sólo la muerte los separó. Enfermo de Alzheimer los últimos años de su vida, la única persona a la que reconocía, entre las marañas de su realidad, era a su mujer. Si no la tenía delante podía preguntar unas treinta veces por minuto «dónde está mi Lola», con el miedo reflejado en sus ojos castaños. Ese “mi” le rompía el corazón a Úrsula, y le hacía pensar que existía la posibilidad de un amor más allá de la consciencia.
De joven, como no podía permitirse comprar regalos, el abuelo mangaba, al paso de balcones y arriates, esquejes de geranios exóticos que regalarle a una esposa loca enamorada de las plantas. De hecho, la abuela tenía un gran don. Si algún día le hubiese dado por pinchar un bolígrafo en la tierra, de seguro le hubiesen salido raíces. Les hablaba, cantaba y cuidaba igual que a cualquier niño de pecho. Cuando vio la muerte acercarse, estuvo muy preocupada porque sus geranios no muriesen con ella, encomendando a su hija la tarea de perpetuar sus plantas. Tanto la hija como la nieta se tomaron esa responsabilidad muy en serio y los geranios de flores aterciopeladas de pétalos dobles -morados con corazón negro; fucsia y malva; blanco y rosa- las acompañaban en todas las mudanzas, fuesen donde fuesen, en un interminable viaje que arrancó en las amorosas manos del abuelo setenta años antes.
Teo tenía en la frente una pequeña cicatriz, casi invisible, que le dejó la herida provocada por una manivela de arranque, de esas que tenían los coches de principio del siglo XX. En aquellos viajes de fin de semana, con los ojos fijos en la nada, narraba cómo visitaban o recogían con el coche heridos de guerra en éste o aquél cerro, el pavor que despertaban los estruendos de las bombas y el hedor de los cuerpos en descomposición. Contaba poco, y siempre lo mismo. Con la cicatriz de la frente temblorosa, parecía olisquear aires de antaño. No le gustaba recordar. La abuela, aún más reacia, le decía cortante:
-Aquí no se habla de eso ¾con una dramática combinación de pena e ira en su rostro.
Tan poco hablaban del tema que realmente Úrsula nunca supo en qué bando estuvieron (o el que les tocó), ni de las penalidades que sufrieron -cuyo resultado visible permanente fueron los ojos hundidos de la abuela-, más allá de tres o cuatro anécdotas sobre el robo de garbanzos y cosas por el estilo. Aquello ya pasó, y estaba mejor guardado en el olvido.
Entre las espinas que a la abuela sí le gustaba comentar, y lamentar, estaba el día de su boda. Nunca le perdonó al abuelo que su vestido de novia fuese negro por imposición, culpa de las añejas tradiciones de un pueblo cerrado y obtuso que ni siquiera era el suyo; aunque bien podría haberlo sido. La familia del novio estaba de luto, y no había más que hablar. Para el ochenta cumpleaños Úrsula le regaló una copia retocada digitalmente en la que había cambiado el color del vestido. Los ojos de la abuela se llenaron de lágrimas al verse vestida de blanco en la imagen, a juego con su velo de novia (que sí era blanco originalmente), junto a su guapo marido embutido en un traje de pana oscuro.
Lola y Úrsula tenían una conexión especial desde el mismo momento del nacimiento de la segunda. Úrsula llegó al mundo un calurosísimo día de julio, a las tres menos cuarto de la tarde, con una soflama tal en el ambiente que, como si las contracciones no fuesen bastante suplicio, a Victoria se le pegaba a la espalda la bajera de plástico del hospital sudando como no había sudado nunca antes. Desde ese mismo momento, Lola se autoimpuso el papel de niñera, que cumpliría a rajatabla, con la ventaja de contar con el beneplácito de un primer yerno que casi siempre estaba ganándose el pan por esos mundos de Dios, como ella misma decía a todo el que la quisiera oír. Un yerno que tardó muy poco en quedarse en alguno de esos mundos de un día para otro para sorpresa del respetable. A ella no le importó demasiado, apenas le comprendía cuando hablaba con su marcadísimo acento gringo. Le parecía un pan sin sal con aquel pelo pajizo y la piel blanca como la leche. No entendía qué había visto su hija en él, quitando los ojos verdes del Sr. Corgan.
Con pocos días de vida Úrsula lloraba noche y día, sin descanso. La abuela, aprensiva como ella sola, se asustaba muchísimo viendo como la niña unía los pies con la cabeza mientras berreaba, haciéndose un rosco como una bacaladilla de esas que se muerden la cola en la freidora. La llevaron a urgencias unas tres veces a la semana durante tres meses. El diagnóstico era el mismo siempre: gases. Probaron todas las marcas de leche infantil del mercado, que por entonces tampoco eran muchas, sin resultado aparente. A la abuela le parecía muy poco mal para tanto escándalo; no estuvo tranquila del todo hasta que la niña pasó la lactancia y dejó de llorar de aquella manera penetrante. Cuando estaba calmada le daba la tabarra a su hija para que no la acostase boca abajo, porque le iban a salir los dientes hacia atrás. Bromas del destino, Úrsula lució en su adolescencia una magnífica dentadura similar a la de un potro desbocado. Nada cambió cuando Victoria conoció a Ángel y se casaron, levantando un gran escándalo que Lola afrontó con estoicismo y muchos padrenuestros. No era para tanto, al fin y al cabo el Sr. Corgan y su madre se habían casado en Nueva York en ceremonia civil y allí era legal el divorcio. No habían pasado por la Iglesia; el mal era relativo. Pasaban juntas casi todas las tardes, fines de semana en la finca e, incluso, los esperados quince días de verano en la playa. Muchos eran los días, también, que Úrsula dormía en casa de la abuela. Adoraba el enorme armario de madera de estilo modernista, con espejos en el interior de las puertas; la enorme cama de barrotes de latón plateado simulando columnas estriadas; la mullida colcha roja de invierno de terciopelo y la cajita de música que hacía las veces de joyero, a la que Úrsula no se cansaba de dar cuerda, abrir y cerrar, hasta que Lola le llamaba la atención por cansina más que por otra cosa. Removía con un dedito regordete las escasas joyas que la abuela guardaba en la cajita de madera forrada de seda roja, buscando el broche de filigrana con una pequeña amatista central que tanto le gustaba. Por el contrario, le daba un poco de miedo la foto de la bisabuela en su fino marquito de plata, colocada primorosamente en la mesilla de noche sobre un impoluto, blanquísimo, tapete de crochet. No llegó a conocerla en persona. En la foto parecía una señora adusta de semblante extrañamente triste, completamente vestida de negro con un niño pequeño con chupete, muy serio, sentado en sus rodillas y una niña sentada en una silla al otro lado, algo mayor, con un enorme lazo en la cabeza sosteniendo los tirabuzones y un bonito vestido plisado –que Úrsula imaginaba blanco aportando luz a la foto, dulcificándola-, a los que sí reconocía como sus primos mayores. El amor con el que la abuela hablaba de su madre no lograba quitarle a Úrsula el susto del cuerpo cada vez que su mirada se topaba de noche con la bisabuela. Dormían juntas en la enorme cama. El abuelo había sido relegado al cuarto de soltera de Victoria -de muebles blancos y adornos en tonos pastel-, víctima de sus propios ronquidos. El día lo pasaban cocinando, arreglando las plantas, comprando en las tiendas de comestibles del barrio o viendo en la televisión los programas que le gustaban a la abuela siempre que la patata receptora con cuernos metálicos tuviese un buen día.
El recuerdo más antiguo de Úrsula estaba relacionado, como no, con su abuela. Como muchos otros recuerdos, no tenía muy claro si, efectivamente, estaba registrado en su memoria o existía a través de las palabras de los demás, convertidos por su imaginación en nebulosas próximas a la verdad. Cuando ojeaba el álbum de fotos familiar, pensaba que esas imágenes eran la única conexión con la realidad; lo único que atestiguaba que esos momentos realmente habían existido, que sin ellas su vida estaría vacía de contenido y que acabaría por olvidarlo todo. En aquel primer recuerdo tendría unos dos años. La abuela Lola la cogía por los pies, cabeza abajo, en la puerta de la cocina del piso que compró su padrastro para empezar la vida de casados. Se había tragado una espina de pescado. Victoria gesticulaba aturullada intentando que la niña tragara bolitas de migas de pan con el fin de arrastrar, gaznate abajo, a la intrusa. Como no conseguía nada y la pequeña Úrsula seguía dando arcadas, la abuela la agarró con maestría de los tobillos, le dio la vuelta como si fuese a sacudir un trapo, le abrió la boca, introdujo los dedos índice y corazón haciendo pinza hasta la garganta… y sacó la espinita. Puede que Úrsula fuese demasiado pequeña para recordar y que su imaginación hubiese creado la nebulosa a partir de la anécdota que oyó alguna vez. Pero el olor a pescado frito en la cocina, la expresión de los ojos de la abuela o la imagen de la moqueta azul bajo su cabeza le parecían absurdamente reales. Del día del terremoto, poco después, no recordaba nada, pero lo imaginaba con total vivacidad. A la abuela Lola le daban pánico los terremotos y las tormentas por igual, miedo que transmitió a su hija Victoria, y que esta, a su vez, tuvo mucho cuidado de no transmitir a sus hijas. Si un día de tormenta la buscaban sin éxito, podían mirar tranquilamente debajo de la cama para encontrarla. Achacaba su pavor a los fenómenos naturales imprevisibles a la estremecedora visión, en su niñez, de un hombre alcanzado por un rayo. No pudo olvidar nunca el rostro petrificado en una mueca de sorpresa y el olor a carne chamuscada de aquel hombre. El día del terremoto, Úrsula acababa de cumplir tres años. Sus padres habían decidido hacer el viaje de luna de miel que un año antes no habían podido permitirse. Eligieron Panamá como destino, y la abuela -después de dejar muy claro que tenía un mal presentimiento y le parecía una locura montarse en un cacharro volador para ir “a Dios sabe dónde” surcando cielos que muy probablemente portasen tormentas-, se mudó a casa de su hija para hacerse cargo de la niña esos días. No erró, como era habitual. Dos sucesos extraordinarios tuvieron lugar esa semana. Por un lado, el avión perdió uno de los motores antes de aterrizar sin más consecuencias que el pánico de sus pasajeros; entre ellos Victoria que, además, era tan impresionable como su madre. Por otro, la ciudad sufrió el peor terremoto de su historia. Lola sintió con toda claridad el mareo que precede a las vibraciones; cogió al bebé, salió al rellano de la escalera y, a sus sesenta años, bajó en menos de un minuto las siete plantas que la separaban de la calle, saltando los escalones de dos en dos -antes de que los demás vecinos supieran siquiera qué estaba pasando-, dejando la puerta de la casa de par en par en la escapada. La puerta se cerró con el meneo propio del terremoto, por lo que hubo que llamar al cerrajero mientras ella lloraba y se estremecía en brazos de una vecina que intentaba convencerla de que era seguro volver a subir.
En esos pensamientos estaba Úrsula cuando terminó de barrer, veinte años después. Estaba rendida. Apagó la luz y se metió en la cama vestida como estaba. El timbre de la puerta, primo hermano de una chicharra afónica, sonó de buenas a primeras. Ya era de madrugada y llovía a cántaros. No solía sonar casi nunca, salvo que su novio viniese a verla, lo que parecía harto improbable en esas circunstancias. Pero se equivocó. Allí estaba, con su sempiterna chaqueta de ante marrón y sus vaqueros negros, con el pelo largo recogido en una coleta, triste y taciturno bajo un paraguas negro de varillas retorcidas por el peso del agua. Le pareció una escena trágica e irresistible a la vez. Le dejó pasar. Apenas dijeron nada; no había nada que decir. Se besaron de camino al dormitorio, donde echaron un primer polvo triste regado por las lágrimas de Úrsula. Y después otro en el ojo patio, de pie, bajo la lluvia de primeros de febrero, descalzos sobre la verdina de siglos incrustada en los adoquines de barro con los pies tan helados como el alma de Úrsula, cuando él le dijo al oído:
-¿Por qué no hicimos estas cosas antes?
Le dolió como un espadazo, pero no dijo nada según su costumbre. Durmieron juntos y le pidió justo al alba. Se sentía mal por haber traicionado su decisión y a la vez absurdamente bien por haberle devuelto la torta a la, ahora, novia de su ex. Aún era joven e inexperta para saber que las personas no son propiedad de nadie y que la culpa sólo la tiene el que no elige. O que nadie elige cuándo y cómo sentir, ni sabemos en qué zapatos viven los demás ni cuáles son sus motivos o vivencias. Que las cosas no son blancas o negras casi nunca, y que nadie es bueno o malo sin más.
De momento, le había gustado sacar los pies del tiesto. Pronto aprendería. Muy pero que muy pronto.
Tomar decisiones, sobre todo si se apuesta al rojo, siempre tiene consecuencias y quizá no las que se esperan.
©Ana Maria Fernández Barbero. 15 de octubre de 2021.
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