IV. Úrsula y las serpientes.
- afb
- 22 feb 2022
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Actualizado: 8 abr
Úrsula, al conocer la noticia, sufrió por el pobre pollito algo menos de un minuto y fijó su atención en cualquier otra cosa, pero las serpientes aparecerían en sus sueños durante toda la vida como sinónimo de mal augurio.
Úrsula Corgan pensaba en ese mismo momento en Escarlata O´Hara: de pie con su puño alzado apretando la tierra roja de Tara bajo un frondoso árbol solitario en la tierra yerma, recortado al contraluz de un crepúsculo ardiente, jurando que jamás se rendiría.
A Úrsula su padre la llamaba «la reina del drama por fascículos». Lo mismo tenían algo que ver todas aquellas mujeres de ficción que plagaron su infancia y adolescencia. O lo mismo tenía que ver un poco (o un mucho) la genética de la abuela Lola. Allí estaba, sentada en la misma silla azul, desconchada y repintada, en la que se sentaba su abuelo a leer las novelillas del oeste a la sombra del enorme eucalipto centenario que no se habían atrevido a cortar a pesar de que las raíces extendidas por toda la explanada frente a la casa no dejaban crecer nada más. Tres meses de fiestas nocturnas y una oferta de trabajo rechazada en una agencia -con motivos cogidos por los pelos- le habían bastado a su padre para entrar en acción. Y ella había dicho «sí», cuando tenía claro que debería haber dicho «no». No tuvo valor. Una sensación parecida al remordimiento le mariposeaba en el estómago y la cabeza.
Al más puro estilo Escarlata, en los momentos de desconcierto o zozobra Úrsula necesitaba pisar esa tierra donde se sentía segura, la que le recordaba quién era y quién quería ser. Aquella finca rústica de sierra era, como mínimo, la conexión con su niñez. Y, a la vez, irradiaba una suerte de energía positiva que despejaba sus dudas. Y si no las despejaba, al menos le cargaba las pilas. En aquel rincón remoto del sur en invierno hacía un frío seco que quemaba la piel y en verano un calor abrasador que terminaba de achicharrarla. Pero para ella fue el lugar más bonito del mundo y el único lugar en el mismo en el que creía que tenía amigos.
Úrsula creció siendo una niña muy tímida, protegida por su madre y la abuela Lola. Nunca encajó en el colegio ni en el instituto. En el primero la consideraban muy pija y en el segundo demasiado poco. No se quejaba a nadie de los rechazos -en general no se quejaba nunca de nada, solía guardárselo todo-, aunque sí le dolía el comportamiento de la mayoría de sus compañeros para con ella, frío y distante, porque no comprendía el motivo. Y Úrsula, desde muy tierna edad, necesitaba comprender para cambiar, borrar, añadir, avanzar, perdonar, decidir o actuar. Sus fiestas infantiles de cumpleaños, siempre en días tan ardientes como el que la vio nacer, se celebraban en el campo con los hijos del guardés, de edades similares a la suya hacia arriba o hacia abajo, a los que consideraba sus mejores amigos, aunque jamás llegasen a quitarle el arcaico sambenito de «la hija del señorito». El cortijo -palabra demasiado grandilocuente para aquella vieja cuadra remodelada-, parecía por aquel entonces la casa tenebrosa de un cuento de brujas, idea más que chocante considerando que sus muros irregulares perfectamente encalados brillaban al sol. En origen la casa principal consistía en una única habitación grande de gruesos muros de piedra enlucida y encalada -para repeler los insectos y la solanera del verano- y suelos hidráulicos ajedrezados en granate y verde botella; con un gran hogar a la derecha y dos ventanas cerradas por negras rejas andaluzas, de diseño romboidal coronadas con caracolillos, flanqueando la puerta exterior metálica pintada de «verde Andalucía» en la pared orientada al sur y una ventana, con el mismo diseño de reja, en el muro norte; sin baño ni agua corriente ni luz eléctrica. En aquellos tiempos, y por aquellos lares, pocos tenían semejantes comodidades. Su padre dividió la gran estancia con un tabique para crear un dormitorio que incluía la ventana solitaria que miraba al norte, donde dormía con su mujer en una cama de matrimonio y Úrsula a sus pies en una cama-mueble. En invierno hacía tanto frío por la noche que se iban a la cama vestidos con las ropas de calle, oliendo a humo de chimenea, a polvo y a pelo de animal. El resto de la casa hacía las veces de cocina-comedor-salón-cualquier cosa. Bajo una de las ventanas de la sala principal se instaló el fregadero junto a la cocina campera y una pequeña cocina de cuatro hornillos enganchada a una bombona naranja de gas butano; al otro lado de la estancia colocaron una gran mesa de comedor a juego con un mueble platero de madera oscura para guardar útiles de todo tipo, libros o lo que fuese menester. A esta edificación la flanqueaban, adosadas, otras dos: a la izquierda la parte de los guardeses; a la derecha un cocherón abierto muy grande donde se guardaban, además del coche, toda clase de trastos útiles e inútiles. La casita que usaban los huéspedes, a la que había que entrar dando la vuelta a la vivienda principal, con su propia puerta metálica pintada de verde como el resto, estaba formada por un dormitorio junto a una pequeña salita con chimenea. Una escupidera bajo la cama y un aguamanil junto al fregadero hacían las veces de cuarto de baño. Unos años después, junto al cocherón, Ángel construyó un auténtico aseo de tres piezas cuando consiguió la proeza de llevar agua corriente desde el pozo. Visto desde fuera era otro trozo edificado pegado a los demás, con su susodicha puerta metálica pintada de verde de la que colgaba un enorme cerrojo y un depósito de agua en el tejado de tejas de barro recicladas encontradas por ahí. De noche prefería mearse encima que usar la novedosa instalación: había que salir de la casa -que aún no estaba vallada- en plena oscuridad, con los lobos aullando y el griterío de los perros como banda sonora original, y recorrer los veinte metros que la separaban de la casa, alumbrándose con la linterna azul de petaca en el mejor de los casos o un candil de aceite en el peor; la más absoluta negrura alrededor. A la tirria que ya le tenía pronto hubo que añadir una especie de tragicomedia griega muy andaluza: la muerte entre sus muros de su pollito rosa. A Úrsula las aves le daban repelús, pero tener un pollito coloreado estaba de moda en esos años y no pudo resistirse a la visión de decenas de pollitos adorables, pintados de colores imposibles como ella, piando alegremente en una enorme caja de cartón. Se sintió algo identificada y suplicó a su madre que le comprase uno. Como no solía pedir nada, su madre lo compró a regañadientes. En general, a ambas las asustaban los animales a pesar de estar en contacto constante con ovejas, cerdos, vacas y cualquier suerte de empresa ganadera que emprendiese el hombre de la familia. A Úrsula le pareció repulsivo coger al pobre pollo desde el minuto uno; notaba cada huesecillo, la piel, los órganos –blandos, móviles-, como si los tuviese directamente en las manos y fuese a matarlo con el más mínimo movimiento. No le gustaba mostrar debilidad y se autoimponía control aun cuando no levantaba un palmo del suelo, así que se sumó a la moda del pollito tintado como mascota con la sonrisa medio torcida por el asco. A su madre le gustó aún menos que a ella y se negó a tenerlo en casa, por lo que el pobre pollo vivía encerrado en el baño de la finca durante la semana escolar. Los pollos no vivían mucho en general, estresados por el colorido insólito de su plumaje, pero el final de este fue, sin duda, el más terrorífico imaginable. Cuando, en su segunda semana de estancia, la guardesa abrió el cerrojo y entró a echarle el pienso con el que lo alimentaban, lo que encontró fue una culebra enroscada junto a la taza del inodoro con un sospechoso bulto con forma de pollito rosa en el cuerpo. Úrsula, al conocer la noticia, sufrió por el pobre pollito algo menos de un minuto y fijó su atención en cualquier otra cosa, pero las serpientes aparecerían en sus sueños durante toda la vida como sinónimo de mal augurio.
En primavera aquel paisaje lleno de color y vida era una delicia para los sentidos. En invierno los juegos se alargaban todo el día al raso; los paseos se tornaban interminables. En verano disfrutaban de los huertos cuajados de hortalizas, de los frutales, de la siega, de los paseos por los pastos al atardecer, cuando el polvo se posaba y la temperatura abandonaba los niveles del infierno. Junto a la cuadra grande y el huerto más cercano, a unos doscientos metros del cortijillo, su padre mandó construir una alberca para riego de siembras y abastecimiento de abrevaderos levantada sobre el terreno un par de metros para evitar que animales y personas cayeran en ella por descuido y, en lo posible, sortear la polvareda estival. Ante las súplicas de los chiquillos incluyó en el proyecto una rampa de acceso adosada a un lateral, pintó de azul el interior y colocó una escalerilla de mano en el borde para que pudiesen bañarse. Bajo el sol abrasador del verano el agua se tornaba verde en una tarde y al día siguiente había renacuajos por doquier, pero para los niños cualquier novedad era una fiesta. Adoraban meterse cuando estaba vacía, mientras se llenaba con el agua helada del pozo que chorreaba desde la manguera, colocándose por turnos bajo el chorro y persiguiéndose después unos a otros intentando no resbalarse con la verdina que se criaba en el fondo. Después se tendían al sol en la rampa de cemento sin pulir que les dejaba la piel en carne viva, con los balidos de las ovejas y el olor a estiércol como fondo. Por las tardes, rogaban a Juan -el guardés-, que los llevase a la huerta grande, a unos dos kilómetros de la casa, en la furgoneta 2CV azul celeste con la chapa trasera ondulada que tanta gracia le hacía a Úrsula, a la que siempre le pareció que se había arrugado como una sábana mal tendida bajo el sol infernal. Iban todos sin más atavíos que un bañador, sentados en el suelo de la parte de atrás, saltando en los baches del carril de tierra herido por los surcos de las lluvias primaverales, cayéndose con el traqueteo y las curvas unos encima de otros muertos de risa. Ayudaban un poco en las labores del huerto y corrían a revolotear alrededor de los aspersores de riego de la siembra contigua para refrescarse, bajo la atenta mirada de Ángel que rajaba para la merienda una sandía o un melón recién cogidos de la mata, refrescados con el agua helada de la manguera. Bebían el agua cristalina del manantial del «Tío Claudio», un pequeño pozo de fondo pedregoso, cubierto con una chapa metálica sin lacar que escondía en uno de sus bordes interiores un vaso de peltre para que bebiese cualquiera que pasara por allí sediento, y bautizado así porque el albañil encargado de hacer el pozo decidió dibujar en el cemento fresco un amago de rostro formado por ojos, nariz y boca -que estaba a medio camino entre un Acid de los ochenta y un garabato infantil- y escribió debajo «Claudio» en homenaje a nunca se supo quién. En los cumpleaños estivales recogían moras de zarza, muy abundantes en los márgenes de los caminos y en el cauce del arroyo que cruzaba la finca, con las que adornar las tartas caseras de galletas, natillas y chocolate. Cogían ásperos membrillos que la abuela Lola cocía con azúcar y canela. Entretenían las noches con ajedrez, brisca, dominó o fiestas de disfraces, improvisadas con lo que tenían a mano, a la luz del petroman. O se tendían en sillas de playa a observar las estrellas.
La casa siempre estaba llena de gente, cosa que hacía las delicias de Úrsula. Tenía muchos primos -entre putativos y de sangre- y, cuando recibían la visita de alguno, los juegos se ampliaban al infinito con tanta cabeza pensante unida; cazaban ranas en el arroyo con la escopetilla de plomos para comerse después las ancas que la mujer del guardés preparaba fritas; montaban destartaladas casas de madera en las ramas bajas de los álamos blancos que poblaban el arroyo; se bañaban en la poza más profunda del mismo arroyo ignorando las culebras de agua; preparaban picnics al frescor de la sombra de los enormes fresnos junto al cauce muy cerca de la casa; se empujaban por turnos en el columpio hecho con un viejo neumático de tractor colgado de la rama más larga del chaparro junto a la cuadra «de abajo» (llamada así por ser la más cercana a la casa), salían a buscar espárragos, tagarninas, collejas, bellotas, castañas, níscalos (según la estación) o cualquier cosa que luego la abuela Lola pudiese aprovechar en la cocina. En las horas de la siesta, entraban a hurtadillas en la casa de los huéspedes para hacer, ahogados en risas sofocadas, de divertidos directores de orquesta de los ronquidos del abuelo y la abuela, que se retaban todas las tardes, sin saberlo, a ver quién podía más. O se dedicaban a cazar avispas bajo el gran eucalipto frente al cortijillo, alrededor del cual Ángel había pinchado en la tierra, a modo de mesas, las piedras de un viejo molino de aceite para disfrutar de los peroles dominicales a la sombra espesa del árbol gigante. Se turnaban frente a una lata llena hasta la mitad de aceite de motor, con un palito en la mano en cuya punta pinchaban un minúsculo trozo de carne birlado de la cocina, de modo que si la avispa acudía y se paraba sobre el apetitoso cebo, hundían rápidamente el palito en el aceite dejando las alas del insecto inutilizadas para volar. Morían girando en el aceite como graciosas nadadoras sincronizadas; pero sin gracia. Ganaba, obviamente, el que consiguiese más cadáveres de avispa flotando.
Entre otros recuerdos, en la finca estaba enterrada su segunda mascota doméstica tras el fiasco del pollo rosa. Platanito, el canario que su padre le regaló un día como amago de compensación por el perrito que nunca iba a llegar, murió en el asiento trasero del coche de su tío Pedro de un golpe de calor un tórrido día cualquiera de agosto. Se había encargado de llevarlo a casa de la abuela mientras ellos se iban a la playa unos días, pero el tío paró en el camino a tomar una cerveza con la que refrescar el gaznate y olvidó al bichito dentro del vehículo completamente cerrado. La abuela Lola le hizo un sudario con uno de sus pañuelos de hilo bordado y lo enterraron junto a la casa de huéspedes, en el margen izquierdo del carril que bajaba al arroyo. La más triste de todos era la abuela; ella era la que más había disfrutado con su canto y le mimaba dándole para comer las florecillas amarillas que amorosamente recogía con Úrsula por los alrededores. A unos metros de la tumba de Platanito, Úrsula aprendió a montar en bicicleta sin los ruedines de apoyo. La soltaron desde lo más alto de una cuesta del carril de tierra que daba acceso a la casa y se estrelló contra el pilar de hormigón que había al final. Suerte tuvo de no perder, junto al miedo, un par de piezas dentales. Con aquellos compañeros de juegos se sentía segura, a pesar de todo; en sus ojos infantiles no se sentía juzgada ni diferente. Era el único lugar en el mundo donde dibujar o leer no se le antojaban la única opción.
Gran parte del encanto de aquellos días, del apego a aquella tierra, tenía que ver con el que le tenía a su padre; por muy putativo que fuese. Era la oportunidad de pasar más tiempo con él. Úrsula le adoraba. Al fin y al cabo del biológico no conocía nada, salvo un apellido que sonaba ridículo en el conjunto de su nombre y unas cuantas llamadas dispersas en las que apenas entendía nada. Cuando aún no era más que un pizco, la abuela Lola le preguntaba con quién se iba a casar.
—Con mi papá —contestaba ella sin dudar.
Ángel era un hombre hecho a sí mismo, como tantos de su época. Con hermanos suficientes para montar un par de equipos de fútbol la vida no resultaba nada fácil y menos aún siendo uno de los seis mayores. Con los padres de su padrastro apenas tuvo contacto, no tenía recuerdos palpables de ellos. Sin embargo, recordaba con viveza el día en que el padre de su padre murió. Ese día, sus abuelos maternos la llevaron a la feria mientras sus padres asistían al funeral. Le compraron, en uno de esos puestos feriantes con golosinas apetitosas muriendo lentamente bajo el implacable sol de mayo, una manzana de caramelo que, al recibir el primer mordisco, saltó en minúsculos pedazos dejando para siempre una pequeña úlcera en el blanco de su ojo derecho. El disgusto de la abuela Lola fue apoteósico, como mínimo.
Ángel sólo fue al colegio para aprender a leer, escribir, hacer las cuentas básicas y la Primera Comunión. Empezó a trabajar (había que arrimar dinero en casa o, como mínimo, no suponer una carga) a la muy temprana edad de nueve años como lazarillo de un anciano con fama de borrachín, que le pagaba con parte de las tapas que acompañaban al bebercio a cambio de que lo llevase a casa cuando estuviese montado a horcajadas a lomos de la merluza. Como era un chico muy despierto, inteligente y decidido, pronto encontró algo mejor. Entró como aprendiz en una de aquellas tiendas de antaño que lo mismo vendían bacalao en salazón que unos calcetines. Iba por las casas con una caja al cuello -como las cigarreras de los cines-, llena de ovillos, carretes de hilo, agujas y todo tipo de útiles de costura que vendía con desparpajo. Travieso, y con mucho carácter, se metía en algún que otro problema con sus ocurrencias. En el sótano donde guardaban las mercancías habitaba el gato del dueño, guardando que los ratones no mordisquearan las existencias. Un día, harto de que el gato se metiera en las cajas y enredara los ovillos que eran su responsabilidad, le lanzó una sartén para espantarlo con tan mala suerte que impactó de lleno en la cabeza del pobre animal. El gato se quedó seco al instante y él, temiendo la reacción de su jefe, no tuvo otra idea que esconderlo en la caja más alejada de la puerta del sótano, en el lugar más oscuro y húmedo. El olor a podredumbre tardó un par de días en delatarlo. La bronca fue sonada y estuvo en un brete de quedarse sin trabajo, más por la ocurrencia de esconderlo allí y no dar la cara que por el asesinato imprudente del pobre «Calcetines». Como de todo se aprende, la moraleja de la historia le enseñó que las cosas siempre mejor de frente, y así lo hizo el resto de su vida. Poco después gestionaba los cobros de la tienda, consiguiendo que hasta los clientes más reacios pagaran cuentas de crédito que ya acumulaban polvo. Al final de la adolescencia acompañaba a su hermano mayor en viajes comerciales en los que hacían las veces de delegados de su padre. Iban en un coche destartalado hasta los topes de artículos de todo tipo y condición que vender en las tiendas de ultramarinos de los pueblos de las provincias más cercanas. Lo mismo un zapato que un salchichón. Y siempre deseando volver a casa para poder comerse el rabillo de embutido que había sobrado de las muestras y salir a hacer travesuras en los huertos de los alrededores. Una vez la guardia civil lo arrastró a casa de la oreja denunciado por el dueño de un huerto al que estaba dejando sin higos. El padre de su padre era muy estricto; no le pareció una broma. Padre e hijo no se llevaban especialmente bien, pero el desencuentro final llegó con la mayoría de edad. Durante el servicio militar estaba obligado a trabajar cuando estaba de permiso; sus ganancias y la paga eran íntegras para la familia dejándolo a él exhausto, sin vida social y sin un céntimo. Demasiado para su carácter independiente. Decidió que debía encontrar su propio camino. Se fue de casa al terminar el servicio. Probó suerte en la costa, trabajando de encargado en una de esas güisquerías de finales de los años sesenta con espejos tras la barra y taburetes giratorios de terciopelo marrón. Era habitual verlo con un loro al hombro, para llamar la atención, repartiendo octavillas por la playa. De nuevo, como de todas las experiencias se aprende, en la costa aprendió que si no sabes hacer algo, mejor no lo hagas sin informarte bien primero. Un día les pareció buena idea, a él y a su compinche, ir a pescar besugos. No lenguados ni boquerones. Besugos. Después de preguntar a un pescador del pueblo cómo y dónde, se metieron en una barquilla a motor alquilada, en busca de las zonas profundas de las que gustan esos peces. El buen hombre les advirtió que el tiempo iba a empeorar; lucía un sol magnífico en un límpido cielo azul y pensaron que eran exageraciones de viejo andaluz. Aún no habían llegado a destino cuando las olas cada vez eran más grandes y la barca se balanceaba con más fuerza. Empezando a ser conscientes del peligro inminente, decidieron volver (sin besugos en el cesto) pero el motor no quiso arrancar y no tenían remos ni conocimientos de la mar. Otro amigo -que se había quedado en la playa confiando en los malos augurios del pescador-, llamó a la guardia civil desde un bar cercano en cuanto los perdió de vista. Cuando por fin los localizaron, la deriva los había desplazado cuarenta kilómetros al este; acojonados. Por besugos. Acometía empresas que a otros les causaría pavor imaginar por las dificultades que presentaban, ya fuesen monetarias o de cualquier otra índole. Tenía la virtud de restar importancia a las cosas con dosis ingentes de humor. Muy valiente, pues no tenía nada que perder, opinaba que un hombre sin deudas no tenía alicientes en la vida por los que superarse: «Un hombre sin trampas, no es un hombre», solía decir con tono jocoso y aún más jocosa expresión.
Úrsula intentaba colgarse de él para cualquier cosa, aunque no le gustase o le diese pavor. Cuando levantaban las vedas salían a pie de madrugada a cazar conejos con los perros, se sentaban en los aburridos puestos de tórtolas, montaba con él a la grupa de la yegua con la constante e inquietante sensación de caer por algún costado del animal, lo acompañaba a hablar con los vecinos de lindes, o simplemente hacían visitas de cortesía en las que la animaban a catar leche, queso, flores de hojaldre con miel, suspiros de merengue y casi cualquier cosa comestible a primera vista. Ni acordarse quería del asco que le provocaron los calostros que una amable vecina –el paradigma de la alegría: ataviada de negro de pies a cabeza con un mandil de florecitas blancas como único alivio del luto, con el pelo sembrado de hebras grises recogido en un estirado moño alto- se empeñó en que se comiera, a saber porqué rollo saludable. Como digna hija de su padre, se comió aquella cosa grumosa, viscosa y calentorra sin rechistar; aunque se le notó el asco en la cara. Para actriz no iba.
A él le gustaba enseñarle cosas que consideraba útiles y a ella le encantaba trotar a su lado señalando cosas aquí y allá. Así, Úrsula aprendió mucho porque, además, era muy observadora. Se fijaba en todo. Escuchaba como hacía ofertas de compra, como rechazaba con firmeza aquello que no le interesaba lanzando órdagos imposibles que acababan saliendo bien. Aprendió humildad, porque su padre -a pesar de su supuesta superior posición económica con respecto a los lugareños-, nunca estuvo por encima de nadie. Al contrario, gustaba de hablar y compartir con guardeses y trabajadores. Le encantaba sentarse con el encargado de su finca por las noches, en un escalón del primitivo porche de hormigón, para charlar de la vida mientras tomaban una copa de anís «del mono». Ángel tenía mucho sentido del humor, pero también un carácter muy fuerte. Se hacía respetar solo con la fuerza de la palabra y el tono de su voz. La levantaba en contadas ocasiones y sonaba como un trueno en la tormenta. Era respetado y temido a partes iguales. Aquella fue la base del tremendo respeto que Úrsula le tenía a su padre, que marcaría los momentos cruciales de su vida.
Por eso ella había dicho «sí» queriendo decir «no» cuando Ángel apareció con las escrituras de una empresa de importación a su nombre (a medias con sus hermanas -aún niñas- y su madre) y las llaves de una nave industrial repleta de muebles exóticos para vender. Fue incapaz de seguir su instinto y metas en contra de la sonrisa y la ilusión de su padre que actuaba como siempre de buena fe, pero sin preguntar.
Y allí estaba, pensando en Escarlata O’Hara, soñando con serpientes y con el estómago destrozado por las mariposas, convenciéndose de que hacía lo que debía aunque la apartase del camino que se había trazado. Ya era la segunda vez en un año que tenía que usar sus dotes de persuasión consigo misma. Y le daba en la nariz que del dominó sólo había caído la primera ficha.
Ya buscaré una intersección, se decía.
Ya lo pensaré…mañana.
® Ana M. Fernández Barbero, 22 febrero 2022.
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