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III. Úrsula descubre el sexo.

  • afb
  • 1 nov 2021
  • 14 Min. de lectura

Actualizado: 8 abr

Una noche de las que empezó a sentirse más cómoda con el ambiente, ataviada con una falda negra de tubo y una camiseta blanca con purpurina estrellada que dejaba entrever el sujetador (sentía las miradas de reojo de aquellas chicas vestidas de caqui con pañuelos dignos de cualquier campeonato de equitación), percibió miradas masculinas interesantes al otro lado de la barra.

El ánimo de Úrsula Corgan rayaba en la desesperación. Y eso que sólo llevaba un mes en casa de sus padres. No le había quedado otro remedio: tenía tres meses de paro escueto; no le daba para más que para tomarse un tiempo de asueto y recuperarse. Y, ¡qué coño!, no le apetecía buscar trabajo. Le apetecía todo, y no le apetecía nada. Lo que más le apetecía era, simplemente, vivir. Disfrutar de sus amigos de toda la vida, con los que hacía tanto que no alternaba como se debe: salir, entrar, conocer gente. Sin obligaciones; sin madrugones. Que toda la falta de sueño viniese de una buena juerga. El céntrico piso de sus padres estaba decorado con muebles clásicos de caoba, suelos de mármol rojo oscuro, pesadas lámparas de araña con cientos de cristalitos tintineantes coronados por velas con forma de vela y pesados cortinajes con bandó. A su padre le encantaban las antigüedades que plagaban la casa -igual que a ella-, cosas que contaban largas historias sólo con mirarlas y que seguían disfrutando de ella en las estanterías o paredes de su casa. Sin embargo, la mayoría aportaban un extra de oscuridad. Y ella necesitaba mucha luz. La habían desterrado de su cuarto. Cuando sus (medio) hermanas gemelas eran bebés, y ella iba al instituto, compartía el dormitorio con ellas. Dispusieron una enorme cuna junto a su cama para seguir manteniendo la estancia contigua como salita de estar y cuarto de juegos. Ahora que ya asistían a la escuela primaria y ella había vuelto de la universidad, en el dormitorio no cabían tres camas adultas así que las niñas conservaron el que había sido el dormitorio de Úrsula toda la vida. Se sintió rara desde el primer día en la antigua salita, y eso que sus padres habían hecho el esfuerzo de borrar todo rastro de su antiguo uso. Hicieron un mueble librería a medida en el rincón (de caoba, claro), compraron un cabecero de cama idéntico al de su niñez -el mismo que tenían sus hermanas-, colgaron cortinas nuevas, colocaron una mesa enorme con faldones donde alojar su ordenador y los miles de hojas y cuadernos garabateados con historias o dibujos que ni la propia Úrsula recordaba haber hecho y apenas miraba, pero que su alma cáncer no pensaba tirar por nada del mundo. La cuestión era hacerla sentir cómoda. Úrsula cambió de sitio la cama veinte veces en una semana buscando sentirse mejor en las múltiples noches de insomnio pasando el mono del corazón. Cambió la colcha -que era lo único viable- por una blanca. Se sintió fatal cuando vio a su madre emocionarse hasta las lágrimas cuando le dijo que la tela le parecía horrible y no entendía cómo había podido comprarla sabiendo que odiaba los estampados. Le dolió en el alma, no pretendía hacerle daño por nada del mundo, pero aquellas telas de fondo oscuro estampadas con enormes flores de colores le causaban urticaria. Como era su costumbre dijo lo que pensaba tal y como lo pensaba entendiendo, como siempre había entendido, que la sinceridad era todo lo que en este mundo se podía desear de los demás. Quizá debió usar otra estrategia, tener más tacto; lo hecho, hecho estaba. Úrsula empezó a salir con regularidad con sus amigas del colegio, comprobando con alivio que la química de antaño seguía estando ahí. Los primeros días se sentía extraña en su propia ciudad. Lógico; sus amigas habían conocido a gente nueva en la universidad, que a su vez conocía a otra gente, y, aunque era una ciudad pequeña, el círculo había crecido mucho. Se paraban y alternaban continuamente con gente que ella no conocía, le contaban anécdotas en las que no había participado y la radiografiaban de arriba abajo porque Úrsula Corgan había cambiado mucho física y anímicamente desde su partida y tenía un aire de superioridad no buscado que encandilaba tanto como repelía, envuelto en su aura de colores inusuales. Su estilo se había definido fuera de aquellas calles: vestía ropa de calidad tan a la moda que aún no estaba de moda cuando ella la llevaba, era extravagante y le encantaba serlo; pasaba de los convencionalismos de una ciudad que -le dolía reconocerlo- vivía en la más rotunda catetez en todos los ámbitos a pesar de su pasado glorioso y su mucho patrimonio histórico. Salvo contadas excepciones, obviamente. Una isla de color entre tanto camel mustio y zapatitos de salón. El caso es que destacaba, y mucho. Se le acercaban muchos moscardones, casi siempre los que sentían que no tenían nada que perder. Una noche de las que empezó a sentirse más cómoda con el ambiente, ataviada con una falda negra de tubo y una camiseta blanca con purpurina estrellada que dejaba entrever el sujetador (sentía las miradas de reojo de aquellas chicas vestidas de caqui con pañuelos dignos de cualquier campeonato de equitación), percibió miradas masculinas interesantes al otro lado de la barra. El dueño de las flechas era ni más ni menos que su amor platónico a los catorce años: un chico moreno de enormes ojos negros, cuatro o cinco años mayor que ella, que en aquellos no tan lejanos días montaba una FZR blanca, azul y roja. Vivía por entonces en el camino que ella atravesaba desde la parada del autobús escolar a su casa. Úrsula sabía perfectamente a qué hora llegaba a casa, casi al mismo tiempo que ella pasaba. Retrasaba el paso o lo aceleraba sólo por la ilusión de verlo llegar en aquella enorme moto rugiente, apuesto cual caballero andante en un moderno caballo blanco. A sus ojos adolescentes sólo le faltaba la lanza para serlo. Ella aún era un espárrago desgarbado sin formas, de extraños colores que no llamaba la atención más allá de la rareza. Jamás habían cruzado palabra, pero se sabía su nombre completo: Sergio López de Haro. Sergio la miraba desde el otro lado de la barra como si la conociera. Tras un par de miradas curiosas de ella, se acercó. Al llegar a su altura, el caballero de la brillante moto perdió parte de su fulgor: era bastante bajito. Cayó en la cuenta de que nunca lo había visto de pie hasta ahora. Le dio por reírse. Él lo tomó como una buena señal y procedió al cortejo. Úrsula llevaba encima un par de copas que le daban el punto justo de la desinhibición. Le siguió el rollo, más que nada por conocerlo un poco; Úrsula no necesitaba ritual de apareamiento, ya había tomado una decisión. Le pareció un chico de lo más normalito, lo cual no era ni bueno ni malo. Se ofreció a llevarla a casa y ella aceptó, por supuesto. Acabaron en una esquina oscura de cualquier parte, sorbiéndose a besos y achuchones. Le pareció raro que no supiese a nicotina, como era su costumbre de los últimos tiempos. Le gustó y le espeluznó a la vez. El chico parecía entregado; Úrsula disfrutó con la dosis de atención. Al día siguiente la llamó para quedar. Había cometido el error de darle el número de teléfono. Afortunadamente, descolgó ella el auricular. Estaba sola. No le gustaba que sus padres supiesen de su vida privada, odiaba las preguntas capciosas o las miradas condescendientes de soslayo. Era tremendamente reservada para con ellos. Las pocas veces que supieron algo había acabado mal la historia. Le dijo que sí a Sergio, pero que prefería quedar directamente en el bar al que le gustaba ir con sus amigas. Nada de cita como tal. Estaban haciéndose colegas entre el personal, la música era variada y bailable, había buen ambiente alternativo mezclado con pijoterío suave. Ecléctico, como a ella le gustaba todo. Se vieron allí, charlaron un rato, y se fueron a casa de él. Se dejó llevar. Vivía en el mismo edificio en el que antaño Úrsula se hacía la encontradiza. No se fijó en nada, contra su costumbre. Estaba nerviosa, no quería repetir el show del culturista. Esta vez iba casi sobria y mucho más consciente, aunque el dolor patatal se había rebajado en un porcentaje muy bajo. Le estaba echando ganas. La mejor forma de superar algo es no pensar en ello y seguir hacia delante, pensaba. Esa sería su máxima vital. Sería una hoja al viento. Agitó su melena rubia acompañando al sentimiento. Se desnudaron despacio e hicieron el amor suavemente, casi con cariño, como antiguos conocidos. Estuvo bien; la hizo reír, jugaron. Se sintió más cómoda que nunca, a pesar de la poca experiencia palpable que tenía. No se corrió, pero tampoco hizo falta. Según su reciente aventura, empezaba a quedarle claro que estaba muy sobrevalorado. Tomó nota. También descubrió con sorpresa que había desaparecido todo atisbo de su vaginismo. Era un tema que la había preocupado muchísimo durante los dos últimos años, pues era incapaz de tener sexo sin dolor. Se sobreponía cada vez echándole dosis ingentes de imaginación, pero siempre acababa dolorida y desconcertada. Su primera visita al ginecólogo no había ayudado mucho. Fue la doctora la que diagnosticó el asunto pero lo hizo mientras la tenía despatarrada en el potro, frente a una clase de diez o doce alumnos casi imberbes carpeta en mano, asomándose a su vagina más apretada que nunca por el susto, expuesta como en una carpa de circo, tomando notas aplicadamente con las cejas fruncidas y cara de concentración mientras la doctora les explicaba los detalles de su mal señalando aquí y allá, mientras decenas de personas pasaban por aquella enorme sala del ambulatorio organizada en cubículos separados por cortinajes de plástico. Desde aquel día tomó la firme decisión de quedarse sin comer si llegaba el caso, pero contrataría un seguro de salud privado. -Está todo en tu mente.- le dijo la mujer rubia con gafas de pasta.- Sólo tienes que aprender a relajarte y disfrutar. Tócate los mengues. Y eso me lo dices con doce desconocidos mirándome el coño. Era un recuerdo que la asaltaba en los momentos más inesperados. Y así se iba a relajar un guardia con boina. Y menos si la otra persona terminaba tan rápido e iba tan a lo suyo que apenas le daba tiempo a empezar a concentrarse. Esta vez fue muy distinto. No se sentía presionada ni juzgada y el cuerpo se dejó llevar sin más. Una vez terminado el asunto principal, charlaron una rato en la cama de noventa, apretujados, con la cabeza reclinada sobre el pecho de él, extrañamente familiar. Le vino a la cabeza la primera vez que vio a un hombre desnudo. La primavera de su primer año de carrera Vito la invitó a salir una de esas noches que su novio no estaba de servicio. Este se llevó a su vez a un amigo a la cita, para que Úrsula no hiciese de sujetavelas toda la noche. Accedieron ambas partes con ciertas reticencias. Hasta entonces, las amigas de Vito no habían congeniado con ellos. El amigo del novio se llamaba Enrique y era –presuntamente- modelo. A Úrsula le pareció que, aunque ciertamente era alto y tenía buena planta, con esa cara no se podía ser modelo; sólo pretenderlo. No era feo feo. Pero era un hombre a una nariz pegado, tan ancha y prominente que hacía temer un estornudo, no fuese a desatar un huracán de esos con nombre propio. El apéndice nasal distraía de todo lo demás. Destacaba tanto que quizá fijaba la vista en él demasiado, tanto como para que el chaval lo notase, porque unos días después quedaron de nuevo todos juntos y Enrique acarreó su book de fotografías profesionales con el evidente fin de certificar su candidatura al mundo del modelaje.

Para sorpresa de todos, lo pasaron francamente bien. Úrsula se puso una ajustadísima falda tubo elástica negra con una modesta camisa blanca rígida para compensar. Vito llevaba un vestido negro, básico y ajustado. Salieron de copas y a bailar. El local de moda, oscuro y ahumado como le gustaban a Úrsula, tenía el singular nombre de "Bestiario". Sin duda le iba al pelo. Con aspecto de patio de corrala, toda clase de fauna se repartía entre las dos plantas del garito. Los de arriba veían a los de abajo y viceversa. Para ir al aseo, en la segunda planta, no había más remedio que atravesar toda la plata baja, y exhibirse subiendo las escaleras voladas flanqueadas por la barra a la izquierda y la cabina elevada del DJ a la derecha. El espectáculo estaba servido si en el atuendo figuraba una minifalda. Hasta el último mono de abajo sabría el color, forma y textura de la ropa interior. Sin haber practicado antes, ni hablado sobre ello siquiera, Úrsula y Vito se marcaron un baile improvisado, pero tan bien ejecutado y coreografiado que la gente les hizo un corrillo; ellas se dejaron querer y echaron más leña al fuego. Aquella noche mítica quedó marcada en la mente y el corazón de Úrsula para revelarse cada vez que pensaba en Vito. Esa noche, Enrique la besó. A pesar de la nariz. A ella no le gustaba gran cosa, pero él mostraba bastante interés y le caía bien. Se dejó llevar, según su costumbre. Un par de meses después –más o menos- de aquella noche, Úrsula se puso el traje del buen humor porque el clima era más que primaveral, habían empezado las vacaciones de Semana Santa y tenían planeado pasar el sábado en la playa. El día era soleado y resplandeciente, limpio. Cuando soltaron los bártulos y acomodaron las toallas en la dorada arena de una playa casi desierta, los chicos se desnudaron por completo ante la atónita mirada de Úrsula, que no se había visto en un brete semejante en su vida. Se había soltado hacía unas semanas, no sin esfuerzo gracias a la timidez crónica que mataba con sacudidas de cabeza – según su costumbre- haciendo topless cuando hacían novillos y se plantaban los viernes en la playa en el Panda de Vito, que a pesar de hacer amago de desmoronarse si pasaba de 100km/h le daba alas a su recién adquirida libertad juvenil. Cargaban con un «loro» enorme de dos altavoces porque el coche por no tener apenas tenía asientos; la radio o el aire acondicionado brillaban por su ausencia. Playa, por otro lado, en la que no solía haber un alma un viernes por la mañana en temporada baja… salvo el día que coincidieron con Al. Le vieron a lo lejos, con su inconfundible flequillo y porte de guaperillas -a medio camino entre pijo y rocker-, simpático y extrovertido. Llamaron su atención para que se acercase a charlar e invitarle a algo de su nevera portátil, pero una vez a veinte metros de ellas, Al se percató del torso desnudo de sus compañeras. Alzó la mano para saludar -y despedirse al mismo de tiempo-, yéndose el doble de rápido que había llegado.


Hasta ahí, todo bien. El topless ya estaba superado y se sentía cómoda haciéndolo. Al fin y al cabo no estaba mal de tetas; redondas, firmes y en su sitio, de pezones pequeños. Pero no se esperaba desnudos integrales. De hecho, era la primera vez que veía atributos masculinos en carne y hueso. Pero sin hueso. Las peliculillas eróticas, que a veces cazaba a escondidas de sus padres en la televisión del cortijillo familiar los aburridos y solitarios sábados de madrugada de su adolescencia (tan diferente a su infancia), nunca habían sido tan explícitas. Disimuló su estupor lo mejor que supo. Con la excusa de que le daba asco la arena –totalmente cierto, por otro lado- no se quitó la braga del bikini. Para su tranquilidad, Vito tampoco lo hizo; aunque lo que ella llevaba no llegaba a la categoría de braga. Después de un rato sentada en la toalla, tonteando con la crema solar y mirándose las uñas de los pies para evitar posar la mirada en zonas que se le hacían muy incómodas de mirar, Úrsula cogió una cerveza de la nevera portátil -la azul y blanca de toda la vida- y se tumbó bocabajo. Vito y Enrique decidieron irse a la orilla a jugar a las palas. Al rato, harta de tener el cuello torcido, entabló conversación con el novio de Vito que se tumbó también bocabajo a su lado, cerveza en mano. No recordaba sobre qué, tampoco es que tuviesen muchas cosas en común. Úrsula nunca bebía cerveza porque le desagradaba su sabor amargo y le sentaba como un tiro. La combinación de la rubia y un sol de justicia le hicieron estragos. En algún momento, la conversación derivó en la musculatura y los dolores de espalda vanagloriándose Úrsula de dar espectaculares masajes curativos que ya había practicado alguna vez con sus primos. Cuando Vito y Enrique volvieron, el novio estaba recibiendo un generoso masaje de una Úrsula bastante borracha, sentada sobre el coxis desnudo de su paciente. Cuando se levantó para saludar y él se volteó, el chaval mostraba un empalme de campeonato. Para Úrsula todo estaba difuso y no entendía prácticamente nada. Y ni mucho menos quería mirar más que de reojo. Vito se pilló un cabreo de padre y muy señor mío. Enrique no parecía muy feliz. Tenía cara de besugo atónito. Con nariz, eso sí. La vuelta se hizo muy larga y, cuanto menos, silenciosa los primeros cuarenta minutos. Después, los ocupantes del asiento trasero empezaron a discutir y tras la discusión se escucharon besos apasionados que Enrique vigilaba por el retrovisor de cuando en cuando. Úrsula, ya despejada pero con un terrible dolor de cabeza, prefería callar encogida en el asiento y dirigía la vista al infinito, concentrada en la señalización de la autovía. No había nadie en casa de Vito, sus padres se habían ido un par de días. Úrsula tuvo un momento a solas con ella en el baño mientras se duchaban. Le pidió perdón sinceramente, sin estar muy segura de por qué. Y así se lo hizo saber también. -No te preocupes, lo sé. Soy bastante celosa y viendo como él estaba, cómo estabas tú… -contestó, con una voz que denotaba una amargura que a Úrsula le pareció antigua.

La contestación de Vito la dejó algo más tranquila, pero con un regustillo tan amargo como la cerveza de esa mañana y un runrún parecido a la resaca de la migraña. Con el tiempo, aprendería que hacer las cosas sin mala intención no es un salvoconducto infalible contra las consecuencias negativas de tus actos; al igual que en un juicio el desconocimiento del delito no te exime de su pena. Pero, por aquel entonces, aún era muy inocente e inexperta. Y de paso, su educación católica le recordaba que las cosas que se hacen sin maldad siempre están bien o, como mínimo, serían perdonadas. Esa noche, el ambiente entre ellos estaba cargado. Cada uno tenía sus propias razones para estar huraño. Uno por la falta de confianza de ella en él, ante algo que no era más que una respuesta física a un estímulo agradable. El otro por algo indefinible; no mostraba enfado aparente, pero seguía teniendo cara de pasmado. Con esa nariz y ese gesto simplón, bien podía ser Felipe IV en la película de Uribe. La una por los celos y la otra sintiéndose estúpida por no verlas venir. Nada hacía sentirse peor a Úrsula que sentirse fuera de lugar, indefensa y tonta; no saber reaccionar. Para colmo de males, las chicas se habían achicharrado en la playa. Tenían la piel del color de un carabinero plancha y el más mínimo roce con la ropa les dolía como alfileres clavándose en todos los poros. No se pusieron ropa interior para evitar que gomillas y tirantes avivaran la tortura. No renunciaron a vestirse de divas: con un mono de pantalón corto de licra y cremallera de arriba abajo, una, y minifalda de cuero y top escotado, la otra. Ponerse las medias fue un suplicio; pero la situación, los suspiros y las muecas se les antojaron tan cómicos que rompieron a reír, terminando las carcajadas con la tensión entre ellas. Enrique pasó a mejor vida en la vida de Úrsula al día siguiente.

Volvió a reírse con el recuerdo despertando a su acompañante que preguntó de qué se reía. Como no supo qué decir y en ese momento su estómago cantarín, acostumbrado a dejarla en evidencia en los silencios incómodos, hizo su aparición estelar le dijo: -Tengo hambre. -¿Qué te apetece?. -Uhmmm, algo con chocolate. -Vale. -Se levantó de un salto y empezó a vestirse. -¿Dónde vas? Son las cinco de la mañana. -Al 24h. Por mí no te quedas con hambre.- le contestó con segundas, guiñándole un ojo mientras la besaba. Las carcajadas de Úrsula resonaron en el piso silencioso mientras él salía por la puerta. Fue la primera vez que no sintió mal ni física ni mentalmente: ese regustillo a remordimiento tradicional por practicar sexo fuera del matrimonio (y en este caso sin amor, por primera vez, lo cual era aún peor) que aún le quedaba siempre acentuado por el dolor físico de sus partes íntimas. No tenía ganas de chocolate ni mucho menos, pero se lo comió por la machada que se acababa de marcar el muchacho. Sentía un atisbo de alegría.

Las cosas realmente pueden ser distintas. Se había quitado un gran peso de encima.

Úrsula aprendía a base de trompazos. Pero aprendía.










©Ana M. Fernández Barbero, 1 de noviembre de 2021




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