I. Úrsula Corgan ha vuelto.
- afb
- 2 sept 2021
- 20 Min. de lectura
Actualizado: 8 abr
Sus atractivos ojos de color indefinido reflejaban cansancio y profundo pesar, pero no pudo evitar reírse. Se reía de sí misma y de las cosas locas e inesperadas de la vida. Menuda noche.
Sus atractivos ojos de color indefinido reflejaban cansancio y profundo pesar, pero no pudo evitar reírse. Se reía de sí misma y de las cosas locas e inesperadas de la vida.
Menuda noche.
Úrsula despertó esa tarde presa de una monumental resaca, hija de otras mil -juntas e incluso revueltas-. Resaca de sentimientos frustrados, de la noche vivida, de arrepentimiento por aquello que había hecho, pero sobre todo por lo que no hizo. Y, como no, resaca alcohólica pura y dura.
Mucha. Brutal.
El dolor de cabeza se le antojaba insoportable, pero no tanto como el de un alma confusa y convulsa. Se dejó caer de la cama, arrastrando en su huida la manta que tenía enrollada en torno a unas largas piernas torneadas rematadas por calcetines de lana a rayas. Trastabilló con ella y estuvo a punto de sumar una resaca más a su larga lista, adornando la cabeza con unos cuantos puntos de sutura, pero se agarró a tiempo a las cortinas de encaje barato de la ventana del dormitorio que matizaba la claridad -ya de por sí tenue- que entraba desde el ojo de patio. Se arrastró a duras penas hasta el baño para mitigar con agua fría el calor de su piel ardiente. Anduvo los tres pasos que separaban el dormitorio del baño sin ponerse las zapatillas, como era su costumbre, notando a través de los calcetines la temperatura gélida del mármol blanco. Un acabado de lujo extraño en aquel bendito apartamento amueblado con trastos añejos de los ochenta, setenta, sesenta… y para qué seguir contando.
La rata que vivía en el falso techo del apartamento le dio los buenos días con su rasquiña habitual. A saber qué cable se estaría comiendo ahora. Unos días atrás la proeza del animalito fue dejarla sin señal de televisión. El conserje de aspecto ratuno de la casona señorial donde vivía (reconvertida en apartamentos minúsculos adosados a la magnífica arcada del patio central) no daba crédito. Úrsula y él estuvieron peleando dialécticamente unos días. Él decía que era imposible; la trataba como a una niña bonita asustada en busca de protección: condescendientemente. Ella, según su costumbre, no hacía caso a la condescendencia de nadie y, en general, evitaba discutir; más aún con memos. Se limitaba a insistir en los hechos con argumentos válidos. El conserje acabó haciendo caso el día que Úrsula salió a buscarlo a la portería porque la televisión se había fundido a negro. Apareció en el pisito con su cara de ratón enmarcada en un pelo rubio fosco, las manos en la cintura sobre el ajado mono gris de mecánico y la sonrisa propia del condescendiente adornándole el careto. Úrsula le relató, con toda la paciencia de la que fue capaz, que había escuchado al animalito roer un buen rato en el mismo sitio hasta que la señal se cortó. El fulano se acercó a la toma del cable de antena y tiró de él con desgana con la clara intención de demostrarle que eso eran cosas de una jovencita histérica de veintipocos. Pero el cable salió cortado y con pelos de rata enganchados al extremo. Se acabó la condescendencia y comenzó el besado de trasero (figurado, por supuesto). Colocó pastillas de veneno repartidas por el falso techo allí donde le fue fácil acceder sin necesidad de taladrar: por los agujeros por los que asomaban los cables de las lámparas o junto al extractor de la campana de la cocina. El bicho ni se inmutó. Allí seguía, sin dejarla dormir.
Malditos roedores. Ambos.
La luz marchita, blanquecina, de los apliques cromados picados de humedad adosados al espejo del lavabo le traspasó las córneas como alfileres en un alfiletero. Se echó agua en la cara para espabilarse; no mucha más de la que usaría un gato. Estaba demasiado fría. Levantó la cabeza lo justo para descubrir que un panda triste la miraba desde el espejo. Según su costumbre, no se había desmaquillado antes de irse a la cama. No es que quedase mucho del maquillaje después de las aventuras pasadas aquella noche, pero la máscara de pestañas era más resistente que el cemento armado y los restos surcaban sus mejillas, arrastrados por el agua. Daba pena.
Tenía el pelo rubio apelmazado en jirones pegajosos de grasa, humo y sudor. Sus atractivos ojos de color indefinido reflejaban cansancio y profundo pesar, pero no pudo evitar reírse. Se reía de sí misma y de las cosas locas e inesperadas de la vida.
La tarde anterior todo eran lágrimas y drama al más puro estilo de cine mudo: hondo, pasional, sobreactuado. Estaba convencida de haber tomado la decisión correcta, pero le dolía como la puntilla mal dada de un subalterno mediocre que malhiere, pero no mata. No podía seguir así. Los dos últimos años Úrsula había condicionado toda su vida al corazón y este se había mostrado terriblemente traicionero. Había confiado inútilmente en su capacidad para desistir de las empresas imposibles. El error le picaba como pica en la piel la arena de las playas de Tarifa levantada por el viento implacable de levante. Pinchazos agudos de agujas invisibles.
Se terminó de lavar la cara con desgana, tiritando. Al fin y al cabo estaba en pelotas, salvando el detalle de los calcetines. Sin calcetines, simplemente, no podía dormir. Rescató el pijama de la percha colgada tras la puerta del baño y se arrastró de nuevo por el frío mármol camino del dormitorio, pero en el último momento varió la dirección al unísono de un vuelco de su estómago estragado. Prefirió tirarse en el sofá con una mantita sobre el pijama de franela. El frío húmedo de enero le calaba los huesos. Necesitaba dormir un poco. Apenas había podido conciliar un par de horas de sueño inestable. Los acontecimientos del día anterior se agolpaban en manada, giraban y se revolcaban con las ideas de su cabeza y los latidos del corazón. Cerró los ojos y se concentró en la cronología.
Todo empezó por la mañana con una llamada a su novio desde el trabajo. Llevaban sin hablar desde Nochevieja y no fue una conversación agradable. No tenía claro del todo lo que le iba a decir cuando descolgó el teléfono esta vez, pero la conversación fue degenerando rápidamente y acabó mandándolo a tomar por culo a cámara lenta, saboreando cada sílaba con toda la rabia que le mariposeaba desde el estómago hasta el paladar. Es lo que tenía que haber hecho en Nochevieja y no se vio con fuerzas de hacer. Había aprovechado que su jefe había salido a desayunar para hacer la llamada desde la silla de cuero giratoria del despacho principal, observando a la gente desfilar por la calle desde el gran ventanal. Personas ajenas a las cuitas de la chica rubia, temblorosa cual hoja a punto de caer del árbol, con la cara surcada de lágrimas rabiosas, que los observaba desde arriba. Personas ajenas a las cuitas del de la derecha, del de la izquierda, del que los sigue por detrás o con los que se cruzan de frente. La vida circulando sin control aparente.
Los nervios le atenazaban el estómago. La soledad del momento, cuajada de viandantes lejanos que no le dedicaban ni una mirada de soslayo -por otro lado imposible dada su posición- la obligó a buscar con quién desahogarse. Usó el mismo teléfono para llamar a Vito, su mejor amiga de la universidad. Si la pillaban con las manos en la masa, que la pillasen. Ya estaba más que harta de abusos. Acababa de pulsar el botón rojo cuyo único uso era mandarlo todo al carajo. Se avecinaba una reacción en cadena. Por sus cojones rubios simbólicos que ahí no iba a quedar la cosa.
Marcó el número de la oficina en la que trabajaba Vito. Ella misma cogió el teléfono y, como siempre, su conexión fue inmediata. Desde que se conocieran seis años atrás sus vidas habían ido evolucionando a la par. Novio nuevo, novio que se vuelve viejo, subidas, bajadas, trabajos… todo a la vez, como por encanto. Esta vez no fue distinta:
—Nena, acabo de cortar con Rafa. Estoy hasta el coño. Y encima tiene la pachorra de negarme la mayor. Dos años chupando tonterías, viviendo con lo mínimo, trabajando más horas que un reloj, lejos de mi familia por seguir aquí porque él no quería una relación a distancia… para que me ponga los cuernos con una que según sus propias palabras “es más fea que Picio y no sabe hacer la o con un canuto”. La culpa es mía. Más imbécil y no llego a nacer. Y me dice que es mentira. Pero si los pillé. Vale, por teléfono. Pero él no estaba donde tenía que estar y ella estaba donde tenía que estar yo y ni siquiera lo sabía —soltó Úrsula, con la voz tan turbada como el alma.
—Pues no te lo vas a creer —le contestó Vito, casi divertida a pesar del tono de Úrsula —. Anoche corté con Carlos. Más de lo mismo. Segundas partes nunca fueron buenas. Ya sé, ya sé, me lo habías dicho. ¿Qué te parece si esta noche salimos como hace tiempo que no salimos? Nos ponemos guapas, nos vamos de fiesta, te quedas en mi casa a dormir. Ya sabes que a mis padres les encanta que vengas.
—Hecho. Nada me apetece más. Mira, suerte que es viernes. Al menos escogemos bien los días de mierda —sentenció Úrsula, empezando a tirar del humor que la sacaba de los malos rollos, rebajando la importancia, quitándoles hierro. Cuatro palabras con Vito y ya respiraba mejor.
Quedaron como siempre: Vito la recogería en la puerta del ayuntamiento. Pasó el día como pudo. Vomitando hasta el agua y agarrándose la cabeza con las manos cuando podía. Tenía la sensación de que el cuello no podía con el peso de la cabeza. Esa semana tenía turno de mañana, así que salió sobre las cuatro. Un par de horas tarde, según la costumbre. Tenía un rato para quitarse el dolor de cabeza y descansar. De comer ni hablar. Revolvió el armario buscando algo adecuado. Hacía mucho que no compraba nada. Apenas pesaba 42 kg repartidos en su 1.68 m de estatura. Poco quedaba de la mítica Úrsula Corgan, la rubia de los contrastes, de padre americano y madre cordobesa que, sin embargo, hablaba un inglés macarrónico con acento andaluz -y sólo cuando era imprescindible -.
Tenía el cabello muy claro, ondulado; la piel aceitunada; los ojos grandes y rasgados (herencia materna) de un incalificable color aceite de oliva virgen o amarillo-anaranjado gatuno según el humor; la mandíbula angulosa seguida de un cuello tan esbelto como el resto de su anatomía, que vestía ropa atrevida de marca y usaba tacones de doce hasta para salir a comprar al cine vecino las palomitas de las que últimamente se alimentaba. Atormentada por una timidez crónica que mataba a base de machetazos de valentía. Tanto que nunca nadie imaginó que tras su seguridad y buen humor se escondía un pajarillo inocente muerto de miedo. Tan sólo Vito.
Escogió un vestido lencero negro -a pesar del frío- adamascado en gris oscuro con los bordes rematados con encaje, de tirantes finos, ceñido hasta la rodilla. Lo había comprado para la fiesta de inauguración de la empresa de su novio. Le costó un dinero que no tenía, pero se sintió segura ante el espejo como hacía más de un año que no se sentía. Culpa suya, de nuevo. Se dejó anular intentando adaptarse al estilo y la vida de otro. Y ese otro la miró aquel día de arriba abajo con una mueca mixta de incredulidad y disgusto, y le dijo: “¿Eso te vas a poner?”
Semejante tontería le dolió hasta en el rincón más profundo de su alma. Pero no dijo nada, según su costumbre. Sólo cogió el bolso y se dirigió a la puerta lo más derecha y decidida que pudo, aunque el estómago le tiraba de los hombros con fiereza.
Se puso el vestido recordando aquel día y los piropos que sí recibió del resto de asistentes a la fiesta. Ya no le quedaba tan ceñido. Escogió tacones muy altos y maquillaje como para parar un tren. Cuando Vito llegó al punto de encuentro -tarde según su costumbre- se dieron un abrazo apretado, de esos que incluyen efecto mecedora, encima del cambio de marchas.
—¿Dónde quieres ir? —le preguntó Vito con su mejor cara de circunstancias.
—¿A mí me vas a preguntar dónde vamos? —contestó Úrsula con la risa escapándose por entre las comisuras de la boca —. Yo te puedo llevar a un par de parques o descubrirte un par de esquinas infames donde hacer botellón, pero ni siquiera llevamos guitarra —soltó sarcástica y socarrona.
—Nada de botellones hoy. Con dos años de botellones tienes el cupo cubierto hasta el cambio de siglo.
—Poco me parece, que eso está a la vuelta de la esquina.
—Mamona, no me seas tan literal. Venga, hoy mando yo. Vamos a ir a un local que está cerca, tiene un nombre relacionado con el golf. No me preguntes por qué, no hay nada verde ni más pelotas que las de los tíos que van.
Metió marchas y puso rumbo al garito mientras se ponían al día rápidamente. Nada, lo de siempre, más de lo mismo: intentar arreglar lo que no debió empezar, sólo uno pone de su parte, cansancio, hastío, broncas por nimiedades, pérdida de ilusión y un largo surtido de comas.
Vito llevaba una faldita corte evasé de cuadros vichy en blanco y negro, un top negro de tirantes y un abrigo de mouton blanco que llamaba la atención a kilómetros. Del atuendo salían dos piernas larguísimas y una melena leonina negra azabache que Úrsula siempre le había envidiado. Formaban un dúo llamativo. Úrsula no lucía huesuda a pesar de su bajo peso. Se la veía más o menos como siempre, estilizada y ágil. Otro de sus contrastes: bajo su aspecto de cervatillo grácil, se escondía un pato mareado que enganchaba las trabillas del pantalón con las manillas de las puertas.
Tuvo extremo cuidado de bajar las escaleras del garito sin “desmorrarse”. Había demasiada luz para su gusto. O, al menos, muy blanca. Prefería los locales oscuros, con hedor a humanidad, donde era más fácil ser quien no eres. Gente de pelaje variopinto se movía por el suelo ajedrezado del local. Lo mismo se cruzaban modernitos de camiseta ajustada y cordoncito al cuello que mediopijos de calcetines de rombos, zapatos de ante y camisas de rayitas suaves a medio remangar. Por señas, Vito le indicó que se dirigiese justo al centro de la barra del fondo, donde había un hueco libre. La música que sonaba ni le iba ni le venía, pero fueron contoneándose y cantando hasta el punto elegido, mientras se despojaban de la ropa de abrigo. La combinación pronto llamó la atención de los machos alfa circundantes, pero ellas no habían ido a eso. Pasaron de insinuaciones y comentarios socarrones con sonrisas descaradas y negativas de cabeza al ritmo de la música. Nada más llegar a la barra, mientras se dedicaba a observar el ambiente esperando a ser atendida con los codos apoyados en la barra, Úrsula notó que le agarraban el brazo derecho con fuerza. Era Vito, con la cara demudada por el estupor.
-Tía tía tía, mira quién es el camarero que viene a atender. Que viene que viene.
Úrsula no tuvo tiempo de mirar antes de que Charlie llegase a su altura. Charlie, el ex de Vito. Ese ex que se pagaba la carrera de Económicas como estríper y concursaba en certámenes de culturismo.
—¡Hombre, Charlie! No sabía que trabajabas aquí —la voz de Vito sonó clarísimamente a “y si lo hubiese sabido no hubiese aparecido por aquí”. Pero lo dijo con una sonrisa que decía todo lo contrario, buena actriz como era, y él, macho alfa máximo de la manada, sólo le hizo caso a la misma. Úrsula apenas lo conocía de un par de días, pero él recordaba la llamativa combinación de colores de su apariencia, según la costumbre.
En un par de minutos tenían las copas sobre la barra y un invitado más: Pablo, el hermano menor de Charlie. También culturista, aunque un poco menos macho alfa. Hechas las presentaciones y con las copas ya servidas el ambiente estaba algo tenso. Las invitaron a esa ronda, ellas agradecieron el gesto y, acto seguido, se dieron la vuelta para bailar y charlar, sin moverse de su trocito colonizado de barra. A esa copa siguió otra y otra, y un chupito y otro chupito y otra copa -todas de gañote-, con pequeñas incursiones de conversación barra-barra. Cuando ya apenas quedaban cuatro gatos rondando su propia loseta observando con fascinación las manchas pegajosas del suelo, Vito le dijo al oído mientras volvían del baño:
—Que estos nos invitan a su casa. ¿Vamos?
—Sí sí sí —contestó una Úrsula alcoholizada, tras unas copas que no contó en un estómago que no había recibido nada en todo el día, moviendo su pelo rubio al asentir convulsivamente arriba y abajo como si no hubiese un mañana.
—Pero, ¿tú sabes lo que eso significa?
—Sí sí sí —pero, en realidad, no quería pensarlo.
Y, en realidad, ni siquiera lo pensó.
Se limitó a dejarse llevar.
Porque Úrsula Corgan había sido la reina del mambo para todo menos para el sexo. Su aspecto desenfadado y su cadencia al caminar llamaban la atención. Venía de una familia adinerada, su gusto por la moda era extravagante y divertido impregnado del toque de distinción que le daban sus huesos ágiles; derramaba sensualidad y sexualidad allá por donde iba, levantando miradas a diestro y siniestro. Y siempre sin pretenderlo, lo que le daba ese aura de reina, medio nórdica medio árabe, que parecía destripar corazones.
Y esa era la mayor de sus contradicciones. Úrsula no se comía un colín. Y aún menos el colín que ella elegía. Ya tenía más de veintiún años cuando había consumado por completo y había sido con el capullo al que acababa de dejar.
-Sí sí sí. Vamos —recurriendo a su famoso machetazo de valentía.
Salió, pues, acompañada de los dos musculosos hermanos y de Vito, subiendo la escalera lo más dignamente que pudo aunque era consciente entre brumas de que hubiese sido mejor arrastrarse a cuatro patas. Se dividieron en dos grupos: Vito y Charlie en el coche de ellas; Pablo y Úrsula en el coche de ellos. Si hubo conversación en el coche es algo que no recordaría al día siguiente. Sólo recordaba que el trayecto le pareció una eternidad y que el estómago empezaba a rebelarse contra la nata de los chupitos. Sí, la culpa la tenía la nata.
Pararon ante el control de acceso de una urbanización de casitas blancas adosadas. Momento que Úrsula aprovechó para salir pitando del coche, con los zapatos en la mano, pisando el gélido asfalto humedecido por la helada que estaba cayendo. Notó que no estaba demasiado oscuro porque localizó rápidamente un árbol al que agarrarse mientras vomitaba. Debía de estar amaneciendo. Pablo se acercó a preguntar si se encontraba bien, a lo que ella respondió levantando la mano para alejarlo. Se secó la boca con el reverso de la manga de su abrigo rojo fuego y volvió al coche.
El estómago y la cabeza le daban vueltas.
Ya en una de esas casitas adosadas subieron la escalera que llevaba a los dormitorios. Vito y Charlie aún no habían llegado. Empezó a sentirse nerviosa, además de mareada, intentando dilucidar entre las nubes negras de su cabeza si lo que venía después le apetecía o no. Pablo le hizo un minitour por la parte alta de la casa. No había mucho que ver. En el pequeño descansillo cuadrado donde desembocaba la escalera había tres puertas, una en cada lado. La de enfrente era el baño; a la izquierda su dormitorio; a la derecha el de su hermano.
Pablo desapareció un momento en su cuarto mientras ella se quitaba el abrigo y miraba en derredor sin saber qué hacer. Al minuto, el chico apareció con una camiseta azul marino en la mano y le dijo:
—Date una ducha tranquilamente, te encontrarás mejor —señalando la puerta del baño. Él mismo la abrió, le retiró la cortina de la ducha y le señaló el armario de la ropa blanca. Ponte esto después, si quieres. Te espero —le dijo cambiándole el abrigo por la camiseta.
Úrsula se desnudó muy despacio; tiritaba de pies a cabeza por el frío y el malestar. Esperó a que el agua saliese hirviendo, según su costumbre, y se metió en la ducha bajo el agua purificadora intentando no mojarse el pelo. Estuvo al menos quince minutos bajo el agua, despejándose.
Se enrolló en una de las toallas que había en el armario y apoyó las manos en el lavabo, con la cabeza y el pelo colgando sobre él, en un vano intento por controlar las arcadas. Misión imposible. Vomitó en el inodoro todo lo que pudo y más, metiéndose los dedos hasta el esófago para sacarlo todo lo antes posible. Cuando creyó terminar se sentó sobre la tapa, exhausta.
Ni idea de cuánto tiempo pasó allí sentada. Le daba miedo entrar en el dormitorio. Había esperado mucho para perder la virginidad y la perdió con alguien que tenía aún menos experiencia que ella. Nunca se sintió del todo cómoda, porque nunca la hicieron sentir cómoda. Y así tampoco se tienen ganas de jugar y experimentar, sintiéndote siempre patosa e incómoda. De resultas, su experiencia sexual era casi nula en términos generales y la idea de meterse en la cama con un tío, que a todas luces iba sobrado, le daba repelús.
Se quedó allí sentada hasta que se quedó pelada de frío. Se puso la camiseta y se aventuró a salir del baño. La luz del descansillo estaba encendida. Al abrir la puerta del dormitorio el rayito de luz que penetró en la habitación le permitió ver a Pablo durmiendo de espaldas a la puerta, tapado hasta la cintura por un edredón azul petróleo. Cerró la puerta con cuidado, ya acostumbrada a la oscuridad, y se metió en la cama lo más despacio que pudo. Al levantar el edredón descubrió que el chaval estaba completamente desnudo. Se acostó lo más cerca del filo de la cama que pudo, para no rozarlo y despertarlo, porque parecía dormir plácidamente. No se inmutó. La vista de Úrsula se posó sobre el condón sin abrir que había en la mesilla de noche, iluminado por la luz roja de los dígitos del reloj despertador. Suspiró y se dejó vencer.
No pasó mucho rato antes de que el estómago le volviese a dar un vuelco feroz. Se levantó deprisa y, en la locura de su huida, confundió las puertas en el descansillo, abriendo la del dormitorio de Charlie en lugar de la del baño. La luz del día ya se colaba por las rendijas de la persiana, así que acertó a ver un lío de extremidades sobre una cama con cabecero de forja y sábanas blancas, en el que fue incapaz de distinguir brazos de piernas ni de quién era el qué en el frenesí de turbulencias que la movían de un lado a otro. Le dio envidia. No tuvo tiempo de digerir ese sentimiento porque ya tenía el estómago en la punta de la lengua. Volvió sobre sus pasos para entrar, esta vez sí, al baño y vomitar un líquido blanco y viscoso con muy mala pinta. El desbarajuste no duró ni dos minutos, pero fue suficiente para despertar a Pablo de su sueño y poner las extremidades de los otros dos en su sitio. Vito se arrodilló junto a ella, desnuda como estaba, para sujetarle la cabeza y recogerle el pelo mientras vomitaba. Los hermanos las observaban con semblante preocupado desde la puerta, también desnudos. Úrsula sólo llevaba una camiseta prestada que le hacía las veces de camisón de lo enorme que le quedaba, pero se sintió como una monja de clausura.
—Tienes muy mala cara, tía. ¿Te llevamos al hospital? —le dijo una solícita Vito.
Lo que faltaba, dar un espectáculo. No, no se encontraba tan mal, sólo estaba muy cansada y el estómago no la dejaba en paz.
-No, para nada. Sólo necesito descansar un poco y apaciguar el estómago —replicó.
Pablo la cogió de un brazo suavemente y se la llevó diligente al dormitorio. Se acostó junto a ella, musitando palabras tranquilizadoras, en modo cucharita para darle calor. Se quedó dormida enseguida.
Se despertó ya con la luz muy clara entrando por la persiana, aunque no debían de haber pasado más de dos o tres horas. Apenas habían cambiado de postura. Se movió ligeramente para quedarse tumbada sobre la espalda porque le molestaba el brazo aprisionado bajo el cuerpo. Él se movió en el mismo sentido, sin despertarse. No sabía cuándo ni cómo lo hizo, pero Pablo ahora lucía camiseta blanca y gayumbos. Le dio tiempo a cotillear la habitación desde su posición. De la pared frente a la cama colgaba una foto enmarcada. Mostraba a un magnífico Pablo vistiendo únicamente un tanga azul eléctrico, luciendo orgulloso el premio conseguido en algún certamen, en pose de competición.
—Serás idiota —musitó Úrsula entre dientes, sin apartar la vista de la foto. Nunca le gustaron los hombres excesivamente musculados, pero este, ciertamente, estaba francamente bien. Y el tanga parecía abultar lo justo y necesario.
Pablo se despertó en una media hora. El reloj de la mesilla, con su vecino condón intacto, marcaba las doce y media. Le dio los buenos días y le preguntó si quería desayunar algo.
—Me tomaría una infusión para calmar el estómago —contestó una Úrsula avergonzada por el numerito de la noche anterior. Y así se lo hizo saber—. No te preocupes. Cosas que pasan —le dijo Pablo, con una sonrisa que iluminó aún más la habitación.
En ese momento a Úrsula le dieron ganas de coger el condón por banda, pero no dijo nada. Pablo estaba siendo más dulce y cariñoso conociéndola tan sólo hacía unas horas que su ex en dos años. Demasiada vergüenza corriendo por sus venas.
Bajaron al salón y se sentaron cada uno en un sofá. Pablo encendió un calefactor de resistencias que había sobre la mesa auxiliar entre los dos. Se tomaron un café y una infusión, respectivamente, mientras charlaban un rato y se contaban la vida por encima. Dieron las dos de la tarde sin noticias de Vito y Charlie, así que Pablo se ofreció a cocinar algo para comer y después subiría a despertarlos.
Entre las pasiones de Pablo se encontraba la escritura, sorprendentemente. La cantidad de prejuicios que se lucen a diario: nunca lo habría sospechado de un culturista. Al enterarse de que compartían pasión y Úrsula declararse como “devoradora de libros”, sacó un libreto de un cajón y se lo tendió sonriente.
—Léelo si quieres mientras voy hirviendo la pasta. Es sólo un borrador, pero puedes darme tu opinión.
Úrsula empezó a leer y estaba enfrascada en el segundo capítulo -mientras Pablo la observaba fumando un cigarro-, cuando Charlie y Vito bajaron la escalera para reunirse con ellos. La vergüenza que ya había perdido volvió rápidamente y se apoderó de ella. Pasó la comida sin decir casi nada.
Decidieron irse justo después de comer. En algún momento, Vito había llamado a sus padres desde el teléfono de los hermanos, diciendo que al final se habían quedado a dormir en casa de Úrsula, para no preocuparlos. Así que la llevaría a casa directamente. Úrsula se despidió de Pablo con un beso en la boca y le dio sinceramente las gracias por su dulzura y comprensión, a la vez que le devolvía el libreto:
—Me ha encantado.
-Ven a verme cuando quieras —frase que pronunció acompañando las palabras con una de esas sonrisas made in Pablo.
Una vez en el coche se contaron la noche mutuamente, llorando de la risa. Vito había tenido una noche inolvidable, sin duda, así que quedó con Charlie en verse al día siguiente. A saber qué pasaría, los reencuentros son así de locos. Úrsula no quiso decirle aquello de “segundas partes nunca fueron buenas”, algo que ya le había dicho hacía un par de años y había errado más bien nada. Para qué. Vito ya lo sabía y en ese momento irradiaba eso que se irradia cuando alguien se ha quedado muy muy a gusto. Ella estaba a dos velas, pero, cómo no, culpa suya por enésima vez. En esos pensamientos estaba, mientras se reía de las descripciones de Vito, cuando observó que esta movía muy raro las piernas. Procuraba llevarlas siempre cerradas, sobre todo cuando paraban en los semáforos. Reparó también en que no llevaba los pantis puestos. Preguntó. La contestación provocó que Vito aparcarse el coche a un lado de la vía porque las lágrimas no la dejaban ver y el descojone la llevaba a apoyarse en el volante, doblegada por la risa:
—Charlie me rompió las medias y me arrancó las bragas de un bocado. Voy en plan comando.
-La madre que te parió. Menudo colofón.
Este recuerdo la hizo volver a retorcerse de la risa en el sofá. Bajo la mantita, con su pijama de franela puesto, oliendo aún en el cabello los restos del humo del último cigarro que Pablo se fumó junto a ella, rememoró las risas calladas del almuerzo. La tristeza que sus ojos reflejaban nada tenía que ver con la vergüenza de la noche anterior. Ni con Pablo, que se había portado como un caballero. De nuevo sintió una oleada de ese sentimiento que la inundó de pies a cabeza. Y comparó esas catorce o quince horas con Pablo con los dos años con su ex; la revelación la dejó muda. Se sentía físicamente nula, sexualmente inservible. Nunca fue suficiente: no lo bastante indie, no lo bastante activa sexualmente, no lo bastante extrovertida, no lo bastante borracha. La mítica Úrsula Corgan, con su imponente aspecto de loba y sus sobresalientes estudios, con su trabajo de mierda -aun envidiado por sus compañeros de universidad que seguían de becarios no remunerados-, se sentía un estropajo de aluminio muy usado; desbaratada y áspera.
Sin embargo, una noche loca le había abierto los ojos de par en par.
Se arropó aún más en su solitario sofá. Sólo eran las ocho de la tarde, pero tenía un sueño infernal y ya estaba muy oscuro en el florido patio común de mármol. El maldito roedor rascó el techo en algún punto del apartamento, deseándole las buenas noches, según su costumbre. Sonrió para sí y se quedó dormida, con la firme convicción de que al día siguiente todo sería distinto. Ella se ocuparía.
Ni siquiera notaba ya la resaca.
Úrsula Corgan, esa que se perdió, había vuelto.Charlie me rompió las medias y me arrancó las bragas de un bocado. Voy en plan comando.
-La madre que te parió. Menudo colofón.
Este recuerdo la hizo volver a retorcerse de la risa en el sofá. Bajo la mantita, con su pijama de franela puesto, oliendo aún en el cabello los restos del humo del último cigarro que Pablo se fumó junto a ella, rememoró las risas calladas del almuerzo. La tristeza que sus ojos reflejaban nada tenía que ver con la vergüenza de la noche anterior. Ni con Pablo, que se había portado como un caballero. De nuevo sintió una oleada de ese sentimiento que la inundó de pies a cabeza. Y comparó esas catorce o quince horas con Pablo con los dos años con su ex; la revelación la dejó muda. Se sentía físicamente nula, sexualmente inservible. Nunca fue suficiente: no lo bastante indie, no lo bastante activa sexualmente, no lo bastante extrovertida, no lo bastante borracha. La mítica Úrsula Corgan, con su imponente aspecto de loba y sus sobresalientes estudios, con su trabajo de mierda -aun envidiado por sus compañeros de universidad que seguían de becarios no remunerados-, se sentía un estropajo de aluminio muy usado; desbaratada y áspera.
Sin embargo, una noche loca le había abierto los ojos de par en par.
Se arropó aún más en su solitario sofá. Sólo eran las ocho de la tarde, pero tenía un sueño infernal y ya estaba muy oscuro en el florido patio común de mármol. El maldito roedor rascó el techo en algún punto del apartamento, deseándole las buenas noches, según su costumbre. Sonrió para sí y se quedó dormida, con la firme convicción de que al día siguiente todo sería distinto. Ella se ocuparía.
Ni siquiera notaba ya la resaca.
Úrsula Corgan, esa que se perdió, había vuelto.
©Ana Fernández Barbero. 2 de septiembre de 2021.




Comentarios